Naturaleza caprichosa
Se abrían paso en el bosque zarandeando las piernas y agitando los brazos en el aire al ritmo del canturreo de las aves. Alzaban juncos que habían sido afilados para la caza, a pesar de que en aquel momento no les dieran esa utilidad. Toda una tribu de antepasados que convivía en armonía con la naturaleza.
Azhira se separó del grupo al vislumbrar una cría de reno en la frondosidad del bosque. Quería demostrar sus dotes como cazadora y conseguir el reconocimiento de haber acabado con él poniendo en práctica sus propias artimañas. Sin titubear ni un segundo comenzó la persecución de la presa deslizándose sigilosamente entre la espesura de los árboles. Las ojas acariciaban su cuerpo, no había ramas especialmente gruesas, lo cual hacía que le resultara mucho más fácil el seguimiento del animal.
Cuando se encontraba a aproximadamente veinte metros del reno agachó las rodillas a la par que adelantantaba la pierna izquierda y tomó impulso para lanzar su lanza contra él. A pesar de que el recorrido del arma era idóneo el hábil mamífero la esquivó. Azhira suspiró ante su fracaso, algo que no le impidió ver el impacto de la lanza contra una roca. Debido a la fricción una chispa fue la detonante del fuego que rápidamente se expandió entre la hojarasca. Un corro de piedras húmedas impedían que el fuego se dispersara. La joven muchacha permanecía boquiabierta ante algo que nunca había visto y se le antojaba incontrolable. El fuego se tornaba en diferentes colores: amarillo, rojizo y anaranjado. A la vez que adoptaba diversas formas abstractas.
Azhira se levantó y caminó con cautela hasta donde daba lugar aquel espectáculo. Su primer impulso fue acercar la mano a la llama que emanaba calor de forma mágica e instintivamente apartarla de aquella sensación abrasadora. Comprobó que sus dedos permanecían en su entidad y reanudó su intento por descubrir más sobre aquella figura desconocida. Arrojó ramas, insectos muertos y arena, hasta que se dio por vencida y se conformó con ver cómo el fuego devoraba todo lo que se le cruzaba de por medio. Resignada ante su intento de "vencerlo" decidió darle uso y calentarse las manos. Siempre manteniendo una distancia de seguridad, claro.
Cuando parecía que se había acostumbrado al calor embriagador del fuego una gota de agua salpicó su mano acompañada de unas cuantas más. La joven se dio cuenta de que la llama se consumía, cada vez más débil. Escrutó el lugar y arrancó varias ramas que pendían de un árbol, intentando en vano alimentar la llama que minutos antes había tratado que desapareciera.
Finalmente el fuego se desvaneció y en su lugar quedaron las cenizas empapadas. Algo que había sido destruido por unas pocas gotas de agua había resistido el ataque de ramas, piedras y otros cuantos objetos dañinos.
Palabras y Papel
Adéntrate en la inimaginable historia de una joven de 16 años: Arlaiss. Hasta que la intriga te encamine al final no dejarás de preguntarte qué será de ella y sus compañeros.
jueves, 24 de enero de 2013
viernes, 21 de diciembre de 2012
Eres quien has creado
Pero todo sería diferente
si tú no estuvieras.
Nadie debería sentirse inútil, todos estamos aquí por algo. Estás donde estás porque tú has llegado, con tu propio esfuerzo. Eres quien has creado. A pesar de que a veces nos sintamos como una mierda es necesario recordar también muchas otras cosas que nos hacen ser quienes somos. No hay que permitir que nos hagan ver solo lo malo de nosotros mismos.
sábado, 24 de noviembre de 2012
Tiempos de guerra
Por aquellos tiempos todavía estábamos en guerra contra Alemania. Nuestros frontes no se distanciaban, lo cual hacía que el combate fuera mucho más sangriento. En aquel ambiente sórdido cientos de soldados morían día tras día; unos por los efectos de las bombas de gas (un innovador invento que además de cegarnos nos dificultaba respirar), otros por heridas de bala y los que eran capturados por el enemigo simplemente se rendían mientras eran sometidos a terribles torturas.
El general nos decía que pronto acabaría la guerra y volveríamos a casa con nuestras familias. Un objetivo de lograr al alcance de muy pocos, pues pocos eran los que sobrevivían. Lo único que me mantenía paciente era aquel hombre al que quería: su nombre era Gabriel. Lo había conocido nada más llegar a la trinchera en la que combatíamos codo con codo junto con otros miles de franceses, de los cuales apenas unos cientos estaban por su propia voluntad.
En mi memoria permanece el nítido recuerdo de cuando Gabriel me instó en que no atacase por el lado norte que daba fin al campo de guerra. Poco tardó en convencerme aquel semblante adusto con el que me miraba. Aquel día murieron decenas de soldados, causa de las detonaciones de las minas contrincantes. En el lado norte. En la guerra nunca hay amigos. Si ellos no hubieran muerto lo habrían hecho otros. Pero él prefirió advertirme tras haber manifestado mi interés de atacar por dicho recorrido.
Pocos eran los gestos afectivos que nos dedicábamos. En un par de ocasiones habíamos compartido un cigarrillo. Pero eso me bastaba, era todo a lo que podría aspirar. Yo veía en su mirada que me quería, al igual que él lo hacía en la mía. Huelga decir que ambos lo ocultábamos. En aquel entonces los hombres como nosotros acababan en la horca después de haber recibido insultos y pedradas de la muchedumbre. Enfermedad lo llamaban, habíamos dejado que el diablo nos controlara y nos hiciese esclavos de sus deseos.
Finalmente llegó el anhelado día en el que dejaríamos de combatir en aquel fronte. Los alemanes estaban rendidos a nuestros pies, sus suministros de armas estaban agotados y la moral de los que perduraban estaba herida de muerte. Acaso fue por eso por lo que fui menos cauteloso, dejándome llevar por la exaltación que me producía saber que pronto abandonaría aquel lugar. A medida que avanzábamos en el campo de batalla los pocos enemigos que quedaban iban cayendo o desistían y se entregaban a nuestro merced. Cada vez estábamos más cerca de nuestro objetivo. Miré a Gabriel que me concedió una sonrisa esperanzadora, cuando vi de refilón cómo un adversario lo encañonaba. Rápidamente me incorporé y disparé justo antes de que una bala se hundiera en mi pecho. Caí en el suelo y noté a Gabriel arrastrándose hasta mí, sujetándome la cabeza y murmurando algo que no fui capaz de entender. Lo último que sentí fue cómo posaba sus labios sobre los míos, así concediéndome un dulce final y arriesgándose a ser descubierto.
Por aquellos tiempos todavía estábamos en guerra contra Alemania. Nuestros frontes no se distanciaban, lo cual hacía que el combate fuera mucho más sangriento. En aquel ambiente sórdido cientos de soldados morían día tras día; unos por los efectos de las bombas de gas (un innovador invento que además de cegarnos nos dificultaba respirar), otros por heridas de bala y los que eran capturados por el enemigo simplemente se rendían mientras eran sometidos a terribles torturas.
El general nos decía que pronto acabaría la guerra y volveríamos a casa con nuestras familias. Un objetivo de lograr al alcance de muy pocos, pues pocos eran los que sobrevivían. Lo único que me mantenía paciente era aquel hombre al que quería: su nombre era Gabriel. Lo había conocido nada más llegar a la trinchera en la que combatíamos codo con codo junto con otros miles de franceses, de los cuales apenas unos cientos estaban por su propia voluntad.
En mi memoria permanece el nítido recuerdo de cuando Gabriel me instó en que no atacase por el lado norte que daba fin al campo de guerra. Poco tardó en convencerme aquel semblante adusto con el que me miraba. Aquel día murieron decenas de soldados, causa de las detonaciones de las minas contrincantes. En el lado norte. En la guerra nunca hay amigos. Si ellos no hubieran muerto lo habrían hecho otros. Pero él prefirió advertirme tras haber manifestado mi interés de atacar por dicho recorrido.
Pocos eran los gestos afectivos que nos dedicábamos. En un par de ocasiones habíamos compartido un cigarrillo. Pero eso me bastaba, era todo a lo que podría aspirar. Yo veía en su mirada que me quería, al igual que él lo hacía en la mía. Huelga decir que ambos lo ocultábamos. En aquel entonces los hombres como nosotros acababan en la horca después de haber recibido insultos y pedradas de la muchedumbre. Enfermedad lo llamaban, habíamos dejado que el diablo nos controlara y nos hiciese esclavos de sus deseos.
Finalmente llegó el anhelado día en el que dejaríamos de combatir en aquel fronte. Los alemanes estaban rendidos a nuestros pies, sus suministros de armas estaban agotados y la moral de los que perduraban estaba herida de muerte. Acaso fue por eso por lo que fui menos cauteloso, dejándome llevar por la exaltación que me producía saber que pronto abandonaría aquel lugar. A medida que avanzábamos en el campo de batalla los pocos enemigos que quedaban iban cayendo o desistían y se entregaban a nuestro merced. Cada vez estábamos más cerca de nuestro objetivo. Miré a Gabriel que me concedió una sonrisa esperanzadora, cuando vi de refilón cómo un adversario lo encañonaba. Rápidamente me incorporé y disparé justo antes de que una bala se hundiera en mi pecho. Caí en el suelo y noté a Gabriel arrastrándose hasta mí, sujetándome la cabeza y murmurando algo que no fui capaz de entender. Lo último que sentí fue cómo posaba sus labios sobre los míos, así concediéndome un dulce final y arriesgándose a ser descubierto.
sábado, 17 de noviembre de 2012
Prioridades desconcertantes
- Siete, ocho, nueve y... ¡Diez!- Marcos terminó de contar y se dispuso a buscar nuestro escondite.
Caminaba lentamente, tratando de ser sigiloso y pasar inadvertido. Nunca me encontraría.
Lara estaba cubierta por un mantón que distorsionaba su figura y hacía que pareciera un bulto desordenado de mantas. Unos metros a su derecha, apreciaba fácilmente el color verdoso de las zapatillas de Carlos, justo debajo de la oscura mesa de estudio.
Me encontraba bastante incómodo en aquel espacio tan minúsculo. Mis piernas chocaban contra mi pecho e impedían que hiciese ningún movimiento. La chaqueta roja se había ennegrecido por el contacto con el ollín, pues el lugar en el que me escondía era una angosta chimenea.
El momento en el que inhalé aquel aire espeso, una fuerte tos me invadió. Esto hizo que Marcos cambiase de dirección y viniese directamente hacia mí. Me alarmé al intuír que me había descubierto, la tos me había delatado y ahora tendría que ser yo el encargado de encontrar a los demás. Menudo calvario. Aunque tampoco pensaba rendirme a la primera de cambio, más bien me lo tomé como un reto que tenía que superar. Por lo tanto, me levanté como medida desesperada haciendo que mis pantalones rozaran contra el ladrillo y acabasen rasgados. Sin más dilación comencé a trepar por la cochambrosa chimenea apoyándome en las paredes paralelas y llegando hasta lo alto de ella. Allí, en vez de darme de bruces contra las tejas, vi cómo una mano atada a una refulgente correa correteaba impulsándose en sus dedos, independientemente de no estar unida a un cuerpo.
En el horizonte, cuatro hombres trajeados la perseguían mientras uno de ellos sujetaba una especie de mando. Debido al horror que este aparato debía de causarle, daba la sensación de que la mano había entablado una lucha encarnizada entre sus dedos.
Observé el mismo espectáculo durante una, dos y hasta tres veces. Los personajes cambiaban continuamente; unas veces eran pies y en otras ocasiones, se trataban de diferentes extremidades. Pero todos ellos parecían huir de aquellos hombres a los que temían y del cachivache que los atemorizaba.
Al cabo de un rato, salí del habitáculo en el que continuaba perplejo, boquiabierto tras el espectáculo que daba lugar ante mis ojos. Así pues, pude discernir otra figura parecida a las anteriores que se abría camino allende el monte. Se trataba de un pie que avanzaba dando pequeños saltitos y que, como todos los demás, estaba rodeado por una cadena que como pude concebir, era la que lo hacía moverse.
Así es como comprendí que no tenían vida propia, sino que los habían modificado mediante aquellas tiras de metal para obedecer a cualquier orden que los científicos les obligaban hacer. Porque eso es lo que eran aquellos monstruos; eruditos que se escondían de la sociedad para que aquellos experimentos no quedaran a la luz y por lo tanto, no se viesen sometidos a críticas por parte de aquellos que consideraban inmorales dichas pruebas.
En ese momento, recordando que el juego continuaba unos metros más abajo, pensé estupefacto "Guau ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes semejante escondite?"
domingo, 14 de octubre de 2012
Capítulo 8
Mi madre se llamaba Lea y llevaba más de veinte años trabajando como
arqueóloga. Era una mujer corriente, como las demás. No destacaba entre la
multitud, por eso fue tan inesperada su desaparición. Se fue sin nada, sin
avisar. Por eso me costaba tanto aceptar que ya no estaba y que no iba a estar.
Días después de su desaparición la policía encontró un cadáver que parecía ser
de mujer entre los escombros de un quemadero. El cuerpo estaba chamuscado, era
imposible de identificar, pero como para ellos era lo más cómodo, aseguraron
haber comprobado mediante pruebas irrefutables que era ella. Yo sabía que no.
Todo lo que quedó de ella, sobretodo su ropa, fue donada a una
organización para desfavorecidos. Yo elegí quedarme con un solo recuerdo de
entre todas sus pertenencias, uno que había llevado puesto desde que tenía uso
de razón: un colgante de plata con la clave de sol. Desde entonces, siempre lo
he llevado encima, sea alrededor del cuello o como pulsera.
Hacía rato que había comenzado a caminar sin un rumbo fijo, explorando
allá por donde paseaba. Los pequeños y menudos cangrejos correteaban por las
irregulares paredes que sufrían el azote del viento. El mar las castigaba dejando
mella en cada rincón por el que pasaba. Media docena de estrellas de mar
permanecían hacendadas, impasibles ante el choque del agua contra ellas. Las
olas, grandiosas, arrastraban objetos desde el más alejado recoveco.
Un brusco movimiento llamó mi atención y me hizo dar media vuelta. Algo
había aterrizado en la orilla. Más bien diría que las olas lo habían arrastrado
hasta ella. Me acerqué y sujeté con cuidado aquel objeto que el mar había
empapado. Lo escurrí sin mucho esmero y desde una grieta abierta en la parte
posterior de lo que parecía ser una cartera, cayó una fotografía. Cuando la
observé pude diferenciar dos siluetas: al lado derecho, un hombre pasaba su
brazo por encima de los hombros de una joven que se encontraba en la parte
derecha de la imagen. Me imaginé una historia de amor exprimida hasta el
agotamiento que había sido reducida a aquella fotografía. Era imposible ver los
rasgos de aquel muchacho, ya que la foto estaba bastante deteriorada por causa
del agua. En cambio, la cara de la mujer permanecía inmune al efecto del roce
con la sal. Tenía unos ojos grandes y oscuros, el pelo entre rojizo y
anaranjado. Probablemente teñido. Se me hacía muy familiar, tanto que empecé a
preguntarme dónde había visto antes a aquella mujer.
-
¿Nos pretendías abandonar?
Me giré, presa del susto. Estaba tan absorta intentando recordar a la
mujer de la foto que mis sentidos no habían notado la presencia de Eloy.
-
Menudo susto me has dado.
-
Perdona, es que llevaba un rato
esperando, pero como no te dabas cuenta de que estaba aquí, he tenido que
avisarte.- Dijo mientras se acercaba y miraba lo que sostenía entre las manos.-
¿Quiénes son?
-
En realidad no lo sé. Creo que conozco a
la chica aunque no la sepa situar. ¿A ti no te recuerda a alguien?
Aguardé unos segundos mientras Eloy trataba de identificarla. Sus ojos
entrecerrados pasaron de transmitir la ignorancia a la sorpresa de un momento a
otro.
-
¡Claro que sí! Es una de las pasajeras
que viajaba en el autobús. Creo que iba acompañada por su pareja, aunque no
estoy totalmente seguro. Seguramente habrían estado dando una vuelta por aquí y
tuvo tan mala suerte que su cartera aterrizó en el mar.
-
O...- Dije yo pensando en otra de las
innumerables opciones que se me pasaban por la cabeza. Rápidamente me deshice
de tan absurda idea y le di la razón.- Nada, nada. Seguramente es lo que crees.
-
¿O? No me dejes con la intriga. ¿Qué
estaba pasando por esa cabecita?
Mi cara reflejaba algo pésimo. Llegando hasta donde habíamos llegado,
viendo lo que habíamos visto... ¿Por qué los viajeros del autobús no iban a
acabar malparados? Era una opción que no podía desechar.
Eloy pareció notarlo y con los ojos como platos se hizo a la idea de lo
que yo le quería decir.
-
¿Quieres decir que a lo mejor el autobús
no llegó a su destino? ¿Que algo les ocurrió en el camino?
-
Sólo hay una forma de averiguarlo y creo
que ya sabemos dónde encontrarla.
Efectivamente, me refería al mar. Allí donde habíamos encontrado la
cartera. El lugar del que parecía provenir nuestra gran duda.
Entre los dos decidimos que lo mejor sería no avisar a Adán y dejarlo
dormir mientras nosotros investigábamos por nuestra parte. Algo egoísta,
podréis pensar. Pero imaginando que solo serían simples suposiciones sin base
alguna, lo creímos lo más sensato.
sábado, 6 de octubre de 2012
Hoy os dejo un relato que escribí hace un par de años para un concurso literario. Espero que os guste. ¡No os cortéis en comentar y criticar! :)
El sentido de sus ojos
Allí me encontraba yo, en un aterrador silencio que me ponía los pelos de punta como cuando una cebra escapa de las garras de un tigre. Resulta irónico, pues entonces el tigre era yo. Me rodeaba la oscuridad y un aire casi sólido que me dificultaba respirar. Solo fue entonces cuando fui consciente de la situación: yo, apoyado en la pared del salón de la Señora Mantera desordenaba los cajones en busca de cualquier objeto de valor: un reloj, una figurita china, o mejor aún, monedas de oro. Os preguntaréis qué hacía yo robando. La verdad es que no era típico de mí burlar la seguridad de la casa de una conocida y exitosa mujer, que no obstante, vivía en la soledad rodeada de montañas de dinero. Pero me encontraba en un grave apuro que por las noches no me permitía dormir y durante el día me martirizaba la cabeza a cada momento. Tenía una deuda que iba más allá del dinero que disponía.
Justo entonces, me pareció apreciar una pequeña figura que luchaba por verse en la noche. Un suave destello y supe lo que era. Una muñeca de porcelana, con sus rizos castaños delicadamente colocados sobre sus hombros como si fueran frágiles trocitos de cristal. Vestía un largo vestido de época cuidadosamente tejido a mano. Al igual que ella, tallada como si el más mínimo rasgo estuviera concienzudamente pensado. Lo que más me sorprendió fueron sus ojos negros que provocaban una inexplicable tristeza, los cuales dejaban ver un ocho borroso en cada pupila. Me asomé a la puerta para asegurarme de que todo marchaba según lo previsto y después de comprobar que no había nadie, casi corrí al fondo de la habitación para coger la muñeca y escapar rápidamente de aquel ambiente tan siniestro.
Sabía que la venta de la muñeca no saldaría todas mis deudas, pero había notado que en aquella casa colosal, algo iba mal. Notaba la presencia de un ser extraño que lo más probable es que fuera fruto de mi imaginación.
Al cabo de un día volví a la casa, rogándole al mundo que todo saliera tan bien como la noche anterior. Efectivamente, todo transcurrió de la misma manera; en mi mente, oí los mismos aullidos ahogados que me decían que echara a correr en aquel mismo instante. También encontré aproximadamente sesenta monedas de oro. Con todo, no era suficiente, así que subí al piso de arriba y algo hizo que mi corazón dejara de latir por unos instantes. Había una luz encendida. Concretamente la de la habitación de Mantera. ¿Qué hacía a aquellas horas despierta? Calculaba que serían las cuatro de la madrugada. Una suave y lenta respiración me confirmó que estaba dormida y pude volver a respirar como si me hubiera quitado un gran peso de encima.
Pocos días después, me acerqué a aquella casa hechizada. Pero aquella vez, me limité a observar desde el pico de un árbol a través de una ventana cómo ella dormía y por qué dejaba la luz encendida. Tenía miedo. Tenía miedo precisamente de los hombres como yo, de saber que cada día estaba más sola y de comprender que eso nunca cambiaría. Por eso, cada noche lloraba sin hacer ruido como si no quisiera romper aquel silencio que tanto horror le causaba.
Volví a mi hogar. No tenía casa y tampoco me hospedaba en ningún hotel. Vivía en la calle junto con esos tipos tan molestos que insisten en lavarte el parabrisas del coche y luego te cobran. Éramos los marginados. Todos ellos tenían motivos diferentes por los que vivían apartados de la sociedad, y obviamente, yo también. ¿Sabéis por qué vivía entre cuatro cartones? Simplemente porque no había sido el chico que mis padres soñaban tener y como no había sido deseado, a los dieciocho, precisamente el día de mi cumpleaños me encontré las maletas en la puerta de casa. Desde entonces, no los he vuelto a ver.
Una vez hube vendido lo robado, me dirigí al lugar de reencuentro. Los tres esperaban mi llegada. Estaban estratégicamente situados y preparados para cualquier amenaza, como si fueran piezas de ajedrez. Tomás, el más robusto, vestía un traje blanco con corbata a rayas, la típica vestimenta de los contrabandistas.
Me hizo un breve gesto con la mano para indicarme que me detuviera. A tan solo un metro de él, se encontraba Gustavo. Tenía unas facciones duras y unos pómulos excesivamente elevados. Solo le miré a los ojos durante un par de segundos (que se me hicieron eternos) y me vi obligado a bajar la vista. Aquella situación me causaba nerviosismo. El hombre al cual no conocía fue el primero en hablar:
- ¿Has traído la pasta? – Era notablemente calvo y hablaba con autoridad y seguro de sí mismo.
- Sí. – Le entregué en una cartera todo lo que tenía aunque faltaba pagar parte de la deuda. – No está todo, pero lo conseguiré en un par de días.
- ¡Maldita sea! – Se le adelantó Tomás malhumorado. – El trato era que lo tuvieras todo para hoy y sabes que no me gusta que me hagan esperar. – Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas y daba la sensación de que estaba impaciente.
Yo, cabizbajo, sabía cual era el momento de agachar las orejas y dejar transcurrir el tiempo y cuándo, había que dar la cara y ser consecuente con lo que pudiera pasar. Entonces, lo más inteligente era callar.
A continuación Tomás se acercó unos pasos y me dijo en un tono amenazante:
- Más vale que para el viernes a las cinco esté todo o tendré que ocuparme de ti personalmente. Has tenido suerte de que hoy tenga temas pendientes, pero recuérdalo, la próxima vez no te librarás de mí tan fácilmente.
Escupió a mis humildes zapatos y se dio la vuelta para dirigirse a un todo terreno negro que se me había pasado inadvertido. Subió al gran vehículo seguido por los dos hombres. Cuando el hombre calvo apoyó el pie derecho en el interior del coche, el pantalón se le subió ligeramente y pude ver un tatuaje que parecía ser el signo de infinito.
En cuanto el coche se perdió en la neblina, eché a correr hacia algún rincón resguardado del viento para entrar en calor. Estando sentado, recordé todo lo que había pasado aquel último mes.
Había tenido complicaciones a la hora de encontrar trabajo y estaba hundido en una depresión que me impedía hacer vida normal. Era incapaz de hacer algo provechoso por mí mismo y a falta de problemas, no tenía a nadie a mi lado. No tenía familia, tampoco amigos, ni un hombro en el que llorar y que me consolase. Lo único que tenía eran ganas de volver a nacer en cualquier otro lugar del mundo, así teniendo otra oportunidad para crecer y volverme a chocar contra la pared cuantas veces hiciera falta. Pero levantarme, ante todo, levantarme.
Los días pasaban y una noche asombrosamente calurosa, un hombre vestido con harapos y poco aseado se acercó a mí y me ofreció algo. Droga. No sabía qué tipo de droga era, ni las consecuencias que acarrearía, pero estaba lo suficientemente mal como para aceptarla. Se la arrebaté de las manos y me pidió algo a cambio. Como yo no tenía nada, le di mis zapatos andrajosos. En cuanto se marchó satisfecho con lo obtenido, fumé para olvidar. Desgraciadamente, esa sensación de pérdida de control, ausencia y tranquilidad que me provocó la sustancia, no duró mucho. Por eso, día tras día buscaba desesperadamente algo para cambiar por las drogas, lo que me condujo a robar. Hasta que cierta noche, me ofrecieron trasladar cinco kilos de alucinógenos a cambio de una considerable suma de dinero. Acepté enseguida por necesidad y una vez más, me encontraba con la soga al cuello.
El día del traslado, estaba con los nervios a flor de piel. Tenía que recorrer tres quilómetros en bicicleta, los cuales estaban muy transitados y recibían frecuentes visitas por la policía. Yo, con la pesada mochila avanzaba lentamente por la orilla del río, intentando no parecer sospechoso. Miraba de un lado a otro para comprobar que estaba seguro y no corría ningún tipo de peligro. En el peor de los casos, podía tirar toda la mercancía al agua para no sufrir condena. Aquel día aprendí una cosa: si algo puede salir mal, pasará. Porque aquel día perdí la droga, cayó al agua y desde entonces tengo que pagar aquella deuda que queda pendiente.
Como si tratara de interrumpir mis pensamientos, un perro huesudo y de piel blanquecina se acercó a mí y comenzó a lamerme la cara:
- ¿Qué pasa amiguito, a ti tampoco te quiere nadie?
No recibí respuesta alguna. Tampoco la esperaba. Aquel perro se convirtió en mi compañero de males durante lo que quedaba de día. Después, siguió deambulando por las calles en busca de comida. Lo notaba cansado y además, no sería de extrañar que se estuviera muriendo de hambre. El estado crítico del animal me hacía recordar una y otra vez mi situación lamentable.
Mientras caminábamos por una de las calles marginales de la ciudad -la cual estaba rodeada de pequeños negocios- con el fin de encontrar cualquier deshecho de comida, el perro alzó las patas buscando apoyo en mis piernas y comenzó a olisquear el bolsillo izquierdo de la chaqueta. En un acto reflejo lo golpeé suavemente para que no me ensuciase (más de lo que ya estaba) e involuntariamente hice que algo que reposaba en el bolsillo cayera al suelo. Me agaché para recuperar aquel objeto tan pintoresco. No recordaba que hubiera depositado nada dentro de mi bolsillo. Tras unos segundos de meditación pude comprobar que aquel objeto negro era similar a un botón. Al menos en lo que al tamaño se refería. Pronto me di cuenta de lo que era. Nada más y nada menos que uno de los ojos de la muñeca que hace un par de días había robado. Al parecer había rozado con el bolsillo y el débil hilo que lo sujetaba había cedido hasta romperse. Fue justo entonces cuando recordé el tatuaje de aquel señor desconocido. El signo del ojo era idéntico al tatuaje del hombre. ¿Aquello era una simple coincidencia y me estaba volviendo paranoico o realmente había algún misterio detrás de aquello? Esa misma noche lo descubriría, pensaba volver por última vez a casa de la señora Montera.
Aquel sería mi último acto delictivo. Jamás volvería a robar y trataría de seguir adelante por mí mismo. Una noche más, en mi cabeza retumbaban voces que me incriminaban y que me impedían actuar con serenidad. Estaba atormentado y deseaba despertar de aquella pesadilla en cualquier instante.
Aquella noche caminé decidido hasta la gran mansión. Me colé por la ventana como había hecho los anteriores días y corrí hábil y silencioso hasta el armario más cercano. En aquella posición comprobé que todo estaba en calma y me dispuse a abrir el cajón más alto. Precisamente en aquel instante una luz cegadora iluminó mi figura condenándome a ser descubierto. Delante de mí, cerca de la puerta que daba paso al salón se encontraba aquella mujer a la que había estado evitando, de la que había huído. Todo aquello que había hecho hasta entonces había resultado en vano, porque me habían cazado, cual tigre a una cebra.
Su mirada penetraba en mi mente, trataba de transmitirme enfado. Aunque también transmitía fuerza y soledad. No estaba asustada y fue sorprendente su reacción:
- ¿No has tenido suficiente con aquella muñeca? ¿Todavía quieres más? – Dijo con cierto tono de asco.
En ese momento estaba mudo, era incapaz de hablar. Ni siquiera mi boca me permitía balbucear. Mi sistema nervioso me estaba fallando, sentía asco hacia mí mismo y me repugnaba haber hecho sufrir a aquella mujer. Porque aunque ella no quisiera darlo a entender, yo comprendí que aquella muñeca era más que dinero invertido en una pieza de porcelana. Aquel objeto tenía un gran valor sentimental y yo se lo había arrebatado para siempre. No, para siempre no. Todavía había una solución.
- Puedo devolverle la muñeca. La recuperaré y la deuda estará saldada.
- Quiero saber por qué la robaste.
En aquella noche está resumida toda mi vida. Pues confesé a dicha mujer todos los puntos y comas de ella. Comprendía de lo que hablaba aunque ella nunca había pasado por la misma situación. Escuchaba mis anécdotas sin interrumpirme y aquella noche al fin, encontré mi salvación: vestida con una bata verdosa y zapatillas de casa.
Mientras hablábamos me di cuenta de que su mirada era triste de por sí. Me imagino que habría sufrido mucho y que esos oscuros ojos habrían derramado mares de lágrimas. Un momento. Aquel garabato que veía reflejado en sus pupilas ¿Era un ocho inclinado? ¿Tal vez el signo de infinito? No lo podía creer. Aquellos ojos me transmitían la misma sensación que cuando miraba los de la muñeca de porcelana. La intriga me corroía por dentro, necesitaba aclarar las cosas:
- ¿Por qué la muñeca y tú tenéis los mismos ojos?- Un momento de silencio incómodo. Ella no parecía estar dispuesta a contármelo. Todavía no habíamos llegado a tener ese nivel de confianza. Aun y todo se arriesgó a contarme su secreto:
- Desde pequeña me ha costado mucho expresar mis sentimientos. Mis familiares no sabían cuándo estaba eufórica o cuándo triste. Por eso, uno de mis hermanos, Ángel, decidió moldear una muñeca y tejerle un bonito vestido con sus propias manos. Pensaba que si me regalaba algo que había fabricado él mismo, yo me daría cuenta de que me quería y de que no tenía motivos para ser tan distante.
<< Con el tiempo cogí mucho cariño a la muñeca. Hasta el punto de llevarla conmigo a todas partes y tratarla como a una amiga. Le contaba todo lo que sentía, todo lo que me pasaba. A veces olvidaba que no podía escucharme. Hasta que finalmente, un día Ángel descubrió que las comisuras de la boca de Ariel (así es como llamé a la muñeca) se curvaban lentamente.
<< A partir de entonces nos dimos cuenta de que por arte de magia, la muñeca reflejaba cada uno de mis sentimientos. Aquellos ojos lo transmitían todo. Por eso me dolió tanto que robaras la muñeca. Ella era lo único que me hacía sonreír cada vez que la veía.
Entre los dos llegamos a un acuerdo. Ella, tras haberme escuchado durante horas, me pidió que recuperara aquella muñeca. Así, ella pagaría toda mi deuda con las drogas y yo le contaría día tras día una historia nueva y también mis progresos tratando de dejar mi dependencia hacia la droga. A ambos nos vendría muy bien que alguien nos hiciera compañía.
Poniendo en común todo lo que sabíamos llegamos a una conclusión. Aquel contrabandista calvo se proponía encontrar la muñeca y apropiarse de ella. No nos llevó mucho trabajo descubrirlo, pues Montera había heredado mucho dinero y daría lo que fuera por recuperar a Ariel.
Una vez resuelto el misterio nos pusimos manos a la obra: con la ayuda de un dispositivo que se hallaba dentro de la muñeca tratamos de encontrarla con tanta suerte que nadie se la había llevado hasta entonces. La cambiamos por unas monedas de oro y cosimos el ojo del que se había desprendido de ella días atrás.
Solo faltaban tres minutos para dar comienzo a nuestro plan y juntarme con Tomás. Era muy peligroso, con un mínimo fallo todo el esfuerzo habría sido en vano. Yo esperaba impaciente a que él llegara.
Sin dejarme más tiempo para pensar, el mismo todoterreno negro que había visto hacía unos días aparcó en un llano verde. Seguidamente, tres hombres descendieron de las pequeñas escaleras y se acercaron hasta donde yo me encontraba. Cuando vi a Tomás el corazón me dio un vuelco. El mango de una pistola asomaba desde el borde de su cinturón. No me cupo duda de que la usaría si la situación le daba la oportunidad de hacerlo.
Con cierto aire de superioridad Tomás susurró:
- ¿Y bien?
- He conseguido reunir todo lo que faltaba, lo he guardado en el coche. Ahora vuelvo.
Mi situación era desesperada, tenía que hacer tiempo mientras Águeda (Montera) trasladaba una considerable cantidad de droga -la cual no nos había costado mucho conseguir- hasta el todoterreno.
Cuando me percaté de que ella ya había acabado con su parte del plan, alcancé el maletín que guardaba en la parte trasera del coche y me dirigí hasta aquellos hombres que aguardaban con impaciencia mi llegada.
- Aquí está todo, ya no os debo nada.
Tomás alzó el maletín para que Gustavo verificara que no faltaba nada. Tras una ojeada pudo comprobar que estábamos en paz y se lo hizo saber a Tomás a través de un leve movimiento con la cabeza.
- Bien. A partir de ahora tú no nos conoces, no nos has visto nunca y no hemos tenido trato entre nosotros.
- De acuerdo.
Sin nada más que añadir se dieron la vuelta dispuestos a marcharse. Águeda y yo vimos cómo se alejaban. Ella desde un arbusto y yo petrificado por lo que estábamos a punto de hacer.
Tras poner el coche en marcha nos dirigimos hasta la cabina telefónica más cercana que encontramos y llamamos a la policía para dar aviso de que tres contrabandistas habían sido avistados por las calles de Alcanfrán. El único dato que les dimos fue la matrícula y la descripción del vehículo.
De ahí en adelante yo me hospedaba en la casa de Águeda. Día tras día nos íbamos conociendo mejor y cada vez teníamos más confianza. Conseguí dar fin a mi dependencia hacia la droga y a ella le costaba mucho menos expresarse.
Unos días después, nos llamó la atención el título de una noticia en el periódico “Tres contrabandistas son arrestados mientras trasladaban alucinógenos por las calles de Alcanfrán”. No pudimos evitar sonreír y dar las gracias al destino por haber cruzado nuestros caminos.
lunes, 1 de octubre de 2012
Capítulo 7
Como si leyera mi pensamiento la mujer se aseguró de que los tres estuviéramos
dentro del cuarto, cerrando por segunda vez la puerta con candado. Hasta que no
oí sus pisadas descendiendo por las escaleras no empecé a hablar:
-
A ver chicos, ya os lo explicaré más
detalladamente en cuanto salgamos de aquí. ¿Os acordáis los dos de Jorge?
Asintieron a la vez moviendo la cabeza arriba y abajo.
-
Bien. Pues estamos en su casa y su mujer
y él saben que no somos habitantes de este pueblo. ¿Que qué hacemos? Escapar y
correr tan lejos como podamos.
Los dos estaban desconcertados, lo que les acababa de contar había sido
como un bofetón y no sabían cómo reaccionar. Así que les tuve que espabilar:
-
Venga, venga. Rapidito que no tenemos
tiempo de dormirnos ahora.
-
Joe ¿Y mi ducha?- Adán y su sentido del
humor.
Hice caso omiso a su pregunta y en cuanto los dos se levantaron de la
cama arranqué las sábanas y empecé a unirlas mediante nudos. Eloy reaccionó
bastante bien y no dudó en ayudarme y unirse a mi plan.
Cuando verificamos que las sábanas iban a soportar nuestro peso sin
desatarse, las enrollamos al pomo de la puerta y más adelante a la pata de una
mesa que parecía ser lo suficientemente pesada como para no moverse.
A continuación lanzamos parte de una sábana por la ventana mientras
sostenía la tela restante. Los dos chicos se quedaron atónitos al ver la altura
que había desde aquel tercer piso. Sin duda estaban alarmados, por eso, sin más
dilación agarré la tela con fuerza enredándomela por las manos y salté.
Una vez pendía en el aire me enredé las sábanas alrededor de mis piernas
y rodeando mi cintura a modo de arnés. Los chicos creían que iba a descender
hasta abajo, pero no. Era imposible bajar tanto con tan pocos recursos. Por
suerte nos encontrábamos en la última planta del edificio y mis intenciones
eran las de subir al tejado cogiendo impulso contra la pared.
Así pues, imaginándome la cara de sorpresa de mis dos acompañantes
empecé a flexionar las piernas y volver a estirarlas mientras veía que
alcanzaba altura. Tanto tiempo practicando el motocross había cambiado mi
cuerpo; estaba mucho más musculoso y mis piernas saciaban mi necesidad de
ascender en el aire. Repetí la misma acción durante varios intentos de
agarrarme a una cañería que sobresalía a lo alto de la ventana.
Los chicos me miraban sorprendidos y cuando llegué a sobrepasar la
ventana y a acercarme a la cañería que se encontraba a algo más de un metro
hacia la derecha, los dos unieron sus brazos de forma que pudiera impulsarme en
ellos y alcanzar aquel saliente.
Agarrándome como podía y dejando a un lado el cansancio que me había
supuesto hacer todo aquel esfuerzo alcancé las tejas con la mano que me quedaba
libre. Mis piernas en el aire eran un peso muerto, pues Adán y Eloy se
encontraban a demasiada distancia como para seguir ayudándome. Aún y así una
vez arriba logré incorporarme y rápidamente busqué algo a lo que atar las sábanas
para que los dos chicos pudieran escalar por ellas. Fue en vano. Ahí arriba no
había nada a lo que sostenerse. Lo único que me quedaba por intentar era dejar
la tela enrollada a mi cuerpo y agarrarme lo más fuerte posible a lo alto del
tejado que por suerte no era demasiado inclinado.
Una voz sonó desde abajo:
-
Arlaiss ¿Estás bien? ¿Podemos subir ya?-
Era Eloy, impaciente por salir de ahí.
-
Sí. Id escalando por las mantas y
agarraos a los salientes. Chicos... ¡Tened cuidado!
Dicho esto Eloy comenzó con la huída. A mí me había tocado la parte más costosa,
pero a ellos la más peligrosa; no tenían nada que les sujetara en caso de
resbalar.
Poco a poco Eloy consiguió llegar hasta mi posición y ocupó mi lugar
para que yo descansara.
Cuando Adán nos alcanzó volvimos a lanzar las sábanas hacia abajo para
que el matrimonio creyera que no habíamos huido por el tejado. Que sacasen
ellos sus propias conclusiones.
Justo al otro lado se encontraban las escaleras de incendios. Anda que
ya podían estar por donde habíamos salido, nos habríamos ahorrado un gran
esfuerzo. Los chicos no se habían dado
cuenta, pero a mí me gustaba detenerme a mirar a mi alrededor. Es más, cuando
las vi me recordaron a las películas americanas.
Descendimos los escalones rápidamente y tratando de ser silenciosos,
aunque estos, al ser de metal nos dificultaban bastante la huída.
Estando ya abajo corrimos intentando pasar desapercibidos, pues con la
cara de terror que debíamos de tener y las prisas que llevábamos resultaría
obvio que nos escapábamos de algo. A pesar de eso no había demasiada gente
transitando las calles y finalmente llegamos hasta la costa.
Nos sentamos detrás de una enorme roca y descansamos mientras notábamos
cómo nuestras pulsaciones iban bajando a la vez que se nos pasaba el sofoco. Había
sido una huída exitosa.
Miré a los chicos tumbados en la arena y me dieron ganas de abrazarlos. Hacíamos
un gran equipo:
-
Bueno, por fin llegó la calma.- Dije
para entablar conversación.
-
A ver hasta cuando dura.- Contestó Eloy.
Eso es todo lo que pudimos hablar, estaban tan cansados que se tumbaron
a dormir.
Aburrida y exhausta por esa extraña situación me alejé de ellos y exploré
la zona en silencio. Bueno, mi cabeza hablaba sin parar.
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