Hoy os dejo un relato que escribí hace un par de años para un concurso literario. Espero que os guste. ¡No os cortéis en comentar y criticar! :)
El sentido de sus ojos
Allí me encontraba yo, en un aterrador silencio que me ponía los pelos de punta como cuando una cebra escapa de las garras de un tigre. Resulta irónico, pues entonces el tigre era yo. Me rodeaba la oscuridad y un aire casi sólido que me dificultaba respirar. Solo fue entonces cuando fui consciente de la situación: yo, apoyado en la pared del salón de la Señora Mantera desordenaba los cajones en busca de cualquier objeto de valor: un reloj, una figurita china, o mejor aún, monedas de oro. Os preguntaréis qué hacía yo robando. La verdad es que no era típico de mí burlar la seguridad de la casa de una conocida y exitosa mujer, que no obstante, vivía en la soledad rodeada de montañas de dinero. Pero me encontraba en un grave apuro que por las noches no me permitía dormir y durante el día me martirizaba la cabeza a cada momento. Tenía una deuda que iba más allá del dinero que disponía.
Justo entonces, me pareció apreciar una pequeña figura que luchaba por verse en la noche. Un suave destello y supe lo que era. Una muñeca de porcelana, con sus rizos castaños delicadamente colocados sobre sus hombros como si fueran frágiles trocitos de cristal. Vestía un largo vestido de época cuidadosamente tejido a mano. Al igual que ella, tallada como si el más mínimo rasgo estuviera concienzudamente pensado. Lo que más me sorprendió fueron sus ojos negros que provocaban una inexplicable tristeza, los cuales dejaban ver un ocho borroso en cada pupila. Me asomé a la puerta para asegurarme de que todo marchaba según lo previsto y después de comprobar que no había nadie, casi corrí al fondo de la habitación para coger la muñeca y escapar rápidamente de aquel ambiente tan siniestro.
Sabía que la venta de la muñeca no saldaría todas mis deudas, pero había notado que en aquella casa colosal, algo iba mal. Notaba la presencia de un ser extraño que lo más probable es que fuera fruto de mi imaginación.
Al cabo de un día volví a la casa, rogándole al mundo que todo saliera tan bien como la noche anterior. Efectivamente, todo transcurrió de la misma manera; en mi mente, oí los mismos aullidos ahogados que me decían que echara a correr en aquel mismo instante. También encontré aproximadamente sesenta monedas de oro. Con todo, no era suficiente, así que subí al piso de arriba y algo hizo que mi corazón dejara de latir por unos instantes. Había una luz encendida. Concretamente la de la habitación de Mantera. ¿Qué hacía a aquellas horas despierta? Calculaba que serían las cuatro de la madrugada. Una suave y lenta respiración me confirmó que estaba dormida y pude volver a respirar como si me hubiera quitado un gran peso de encima.
Pocos días después, me acerqué a aquella casa hechizada. Pero aquella vez, me limité a observar desde el pico de un árbol a través de una ventana cómo ella dormía y por qué dejaba la luz encendida. Tenía miedo. Tenía miedo precisamente de los hombres como yo, de saber que cada día estaba más sola y de comprender que eso nunca cambiaría. Por eso, cada noche lloraba sin hacer ruido como si no quisiera romper aquel silencio que tanto horror le causaba.
Volví a mi hogar. No tenía casa y tampoco me hospedaba en ningún hotel. Vivía en la calle junto con esos tipos tan molestos que insisten en lavarte el parabrisas del coche y luego te cobran. Éramos los marginados. Todos ellos tenían motivos diferentes por los que vivían apartados de la sociedad, y obviamente, yo también. ¿Sabéis por qué vivía entre cuatro cartones? Simplemente porque no había sido el chico que mis padres soñaban tener y como no había sido deseado, a los dieciocho, precisamente el día de mi cumpleaños me encontré las maletas en la puerta de casa. Desde entonces, no los he vuelto a ver.
Una vez hube vendido lo robado, me dirigí al lugar de reencuentro. Los tres esperaban mi llegada. Estaban estratégicamente situados y preparados para cualquier amenaza, como si fueran piezas de ajedrez. Tomás, el más robusto, vestía un traje blanco con corbata a rayas, la típica vestimenta de los contrabandistas.
Me hizo un breve gesto con la mano para indicarme que me detuviera. A tan solo un metro de él, se encontraba Gustavo. Tenía unas facciones duras y unos pómulos excesivamente elevados. Solo le miré a los ojos durante un par de segundos (que se me hicieron eternos) y me vi obligado a bajar la vista. Aquella situación me causaba nerviosismo. El hombre al cual no conocía fue el primero en hablar:
- ¿Has traído la pasta? – Era notablemente calvo y hablaba con autoridad y seguro de sí mismo.
- Sí. – Le entregué en una cartera todo lo que tenía aunque faltaba pagar parte de la deuda. – No está todo, pero lo conseguiré en un par de días.
- ¡Maldita sea! – Se le adelantó Tomás malhumorado. – El trato era que lo tuvieras todo para hoy y sabes que no me gusta que me hagan esperar. – Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas y daba la sensación de que estaba impaciente.
Yo, cabizbajo, sabía cual era el momento de agachar las orejas y dejar transcurrir el tiempo y cuándo, había que dar la cara y ser consecuente con lo que pudiera pasar. Entonces, lo más inteligente era callar.
A continuación Tomás se acercó unos pasos y me dijo en un tono amenazante:
- Más vale que para el viernes a las cinco esté todo o tendré que ocuparme de ti personalmente. Has tenido suerte de que hoy tenga temas pendientes, pero recuérdalo, la próxima vez no te librarás de mí tan fácilmente.
Escupió a mis humildes zapatos y se dio la vuelta para dirigirse a un todo terreno negro que se me había pasado inadvertido. Subió al gran vehículo seguido por los dos hombres. Cuando el hombre calvo apoyó el pie derecho en el interior del coche, el pantalón se le subió ligeramente y pude ver un tatuaje que parecía ser el signo de infinito.
En cuanto el coche se perdió en la neblina, eché a correr hacia algún rincón resguardado del viento para entrar en calor. Estando sentado, recordé todo lo que había pasado aquel último mes.
Había tenido complicaciones a la hora de encontrar trabajo y estaba hundido en una depresión que me impedía hacer vida normal. Era incapaz de hacer algo provechoso por mí mismo y a falta de problemas, no tenía a nadie a mi lado. No tenía familia, tampoco amigos, ni un hombro en el que llorar y que me consolase. Lo único que tenía eran ganas de volver a nacer en cualquier otro lugar del mundo, así teniendo otra oportunidad para crecer y volverme a chocar contra la pared cuantas veces hiciera falta. Pero levantarme, ante todo, levantarme.
Los días pasaban y una noche asombrosamente calurosa, un hombre vestido con harapos y poco aseado se acercó a mí y me ofreció algo. Droga. No sabía qué tipo de droga era, ni las consecuencias que acarrearía, pero estaba lo suficientemente mal como para aceptarla. Se la arrebaté de las manos y me pidió algo a cambio. Como yo no tenía nada, le di mis zapatos andrajosos. En cuanto se marchó satisfecho con lo obtenido, fumé para olvidar. Desgraciadamente, esa sensación de pérdida de control, ausencia y tranquilidad que me provocó la sustancia, no duró mucho. Por eso, día tras día buscaba desesperadamente algo para cambiar por las drogas, lo que me condujo a robar. Hasta que cierta noche, me ofrecieron trasladar cinco kilos de alucinógenos a cambio de una considerable suma de dinero. Acepté enseguida por necesidad y una vez más, me encontraba con la soga al cuello.
El día del traslado, estaba con los nervios a flor de piel. Tenía que recorrer tres quilómetros en bicicleta, los cuales estaban muy transitados y recibían frecuentes visitas por la policía. Yo, con la pesada mochila avanzaba lentamente por la orilla del río, intentando no parecer sospechoso. Miraba de un lado a otro para comprobar que estaba seguro y no corría ningún tipo de peligro. En el peor de los casos, podía tirar toda la mercancía al agua para no sufrir condena. Aquel día aprendí una cosa: si algo puede salir mal, pasará. Porque aquel día perdí la droga, cayó al agua y desde entonces tengo que pagar aquella deuda que queda pendiente.
Como si tratara de interrumpir mis pensamientos, un perro huesudo y de piel blanquecina se acercó a mí y comenzó a lamerme la cara:
- ¿Qué pasa amiguito, a ti tampoco te quiere nadie?
No recibí respuesta alguna. Tampoco la esperaba. Aquel perro se convirtió en mi compañero de males durante lo que quedaba de día. Después, siguió deambulando por las calles en busca de comida. Lo notaba cansado y además, no sería de extrañar que se estuviera muriendo de hambre. El estado crítico del animal me hacía recordar una y otra vez mi situación lamentable.
Mientras caminábamos por una de las calles marginales de la ciudad -la cual estaba rodeada de pequeños negocios- con el fin de encontrar cualquier deshecho de comida, el perro alzó las patas buscando apoyo en mis piernas y comenzó a olisquear el bolsillo izquierdo de la chaqueta. En un acto reflejo lo golpeé suavemente para que no me ensuciase (más de lo que ya estaba) e involuntariamente hice que algo que reposaba en el bolsillo cayera al suelo. Me agaché para recuperar aquel objeto tan pintoresco. No recordaba que hubiera depositado nada dentro de mi bolsillo. Tras unos segundos de meditación pude comprobar que aquel objeto negro era similar a un botón. Al menos en lo que al tamaño se refería. Pronto me di cuenta de lo que era. Nada más y nada menos que uno de los ojos de la muñeca que hace un par de días había robado. Al parecer había rozado con el bolsillo y el débil hilo que lo sujetaba había cedido hasta romperse. Fue justo entonces cuando recordé el tatuaje de aquel señor desconocido. El signo del ojo era idéntico al tatuaje del hombre. ¿Aquello era una simple coincidencia y me estaba volviendo paranoico o realmente había algún misterio detrás de aquello? Esa misma noche lo descubriría, pensaba volver por última vez a casa de la señora Montera.
Aquel sería mi último acto delictivo. Jamás volvería a robar y trataría de seguir adelante por mí mismo. Una noche más, en mi cabeza retumbaban voces que me incriminaban y que me impedían actuar con serenidad. Estaba atormentado y deseaba despertar de aquella pesadilla en cualquier instante.
Aquella noche caminé decidido hasta la gran mansión. Me colé por la ventana como había hecho los anteriores días y corrí hábil y silencioso hasta el armario más cercano. En aquella posición comprobé que todo estaba en calma y me dispuse a abrir el cajón más alto. Precisamente en aquel instante una luz cegadora iluminó mi figura condenándome a ser descubierto. Delante de mí, cerca de la puerta que daba paso al salón se encontraba aquella mujer a la que había estado evitando, de la que había huído. Todo aquello que había hecho hasta entonces había resultado en vano, porque me habían cazado, cual tigre a una cebra.
Su mirada penetraba en mi mente, trataba de transmitirme enfado. Aunque también transmitía fuerza y soledad. No estaba asustada y fue sorprendente su reacción:
- ¿No has tenido suficiente con aquella muñeca? ¿Todavía quieres más? – Dijo con cierto tono de asco.
En ese momento estaba mudo, era incapaz de hablar. Ni siquiera mi boca me permitía balbucear. Mi sistema nervioso me estaba fallando, sentía asco hacia mí mismo y me repugnaba haber hecho sufrir a aquella mujer. Porque aunque ella no quisiera darlo a entender, yo comprendí que aquella muñeca era más que dinero invertido en una pieza de porcelana. Aquel objeto tenía un gran valor sentimental y yo se lo había arrebatado para siempre. No, para siempre no. Todavía había una solución.
- Puedo devolverle la muñeca. La recuperaré y la deuda estará saldada.
- Quiero saber por qué la robaste.
En aquella noche está resumida toda mi vida. Pues confesé a dicha mujer todos los puntos y comas de ella. Comprendía de lo que hablaba aunque ella nunca había pasado por la misma situación. Escuchaba mis anécdotas sin interrumpirme y aquella noche al fin, encontré mi salvación: vestida con una bata verdosa y zapatillas de casa.
Mientras hablábamos me di cuenta de que su mirada era triste de por sí. Me imagino que habría sufrido mucho y que esos oscuros ojos habrían derramado mares de lágrimas. Un momento. Aquel garabato que veía reflejado en sus pupilas ¿Era un ocho inclinado? ¿Tal vez el signo de infinito? No lo podía creer. Aquellos ojos me transmitían la misma sensación que cuando miraba los de la muñeca de porcelana. La intriga me corroía por dentro, necesitaba aclarar las cosas:
- ¿Por qué la muñeca y tú tenéis los mismos ojos?- Un momento de silencio incómodo. Ella no parecía estar dispuesta a contármelo. Todavía no habíamos llegado a tener ese nivel de confianza. Aun y todo se arriesgó a contarme su secreto:
- Desde pequeña me ha costado mucho expresar mis sentimientos. Mis familiares no sabían cuándo estaba eufórica o cuándo triste. Por eso, uno de mis hermanos, Ángel, decidió moldear una muñeca y tejerle un bonito vestido con sus propias manos. Pensaba que si me regalaba algo que había fabricado él mismo, yo me daría cuenta de que me quería y de que no tenía motivos para ser tan distante.
<< Con el tiempo cogí mucho cariño a la muñeca. Hasta el punto de llevarla conmigo a todas partes y tratarla como a una amiga. Le contaba todo lo que sentía, todo lo que me pasaba. A veces olvidaba que no podía escucharme. Hasta que finalmente, un día Ángel descubrió que las comisuras de la boca de Ariel (así es como llamé a la muñeca) se curvaban lentamente.
<< A partir de entonces nos dimos cuenta de que por arte de magia, la muñeca reflejaba cada uno de mis sentimientos. Aquellos ojos lo transmitían todo. Por eso me dolió tanto que robaras la muñeca. Ella era lo único que me hacía sonreír cada vez que la veía.
Entre los dos llegamos a un acuerdo. Ella, tras haberme escuchado durante horas, me pidió que recuperara aquella muñeca. Así, ella pagaría toda mi deuda con las drogas y yo le contaría día tras día una historia nueva y también mis progresos tratando de dejar mi dependencia hacia la droga. A ambos nos vendría muy bien que alguien nos hiciera compañía.
Poniendo en común todo lo que sabíamos llegamos a una conclusión. Aquel contrabandista calvo se proponía encontrar la muñeca y apropiarse de ella. No nos llevó mucho trabajo descubrirlo, pues Montera había heredado mucho dinero y daría lo que fuera por recuperar a Ariel.
Una vez resuelto el misterio nos pusimos manos a la obra: con la ayuda de un dispositivo que se hallaba dentro de la muñeca tratamos de encontrarla con tanta suerte que nadie se la había llevado hasta entonces. La cambiamos por unas monedas de oro y cosimos el ojo del que se había desprendido de ella días atrás.
Solo faltaban tres minutos para dar comienzo a nuestro plan y juntarme con Tomás. Era muy peligroso, con un mínimo fallo todo el esfuerzo habría sido en vano. Yo esperaba impaciente a que él llegara.
Sin dejarme más tiempo para pensar, el mismo todoterreno negro que había visto hacía unos días aparcó en un llano verde. Seguidamente, tres hombres descendieron de las pequeñas escaleras y se acercaron hasta donde yo me encontraba. Cuando vi a Tomás el corazón me dio un vuelco. El mango de una pistola asomaba desde el borde de su cinturón. No me cupo duda de que la usaría si la situación le daba la oportunidad de hacerlo.
Con cierto aire de superioridad Tomás susurró:
- ¿Y bien?
- He conseguido reunir todo lo que faltaba, lo he guardado en el coche. Ahora vuelvo.
Mi situación era desesperada, tenía que hacer tiempo mientras Águeda (Montera) trasladaba una considerable cantidad de droga -la cual no nos había costado mucho conseguir- hasta el todoterreno.
Cuando me percaté de que ella ya había acabado con su parte del plan, alcancé el maletín que guardaba en la parte trasera del coche y me dirigí hasta aquellos hombres que aguardaban con impaciencia mi llegada.
- Aquí está todo, ya no os debo nada.
Tomás alzó el maletín para que Gustavo verificara que no faltaba nada. Tras una ojeada pudo comprobar que estábamos en paz y se lo hizo saber a Tomás a través de un leve movimiento con la cabeza.
- Bien. A partir de ahora tú no nos conoces, no nos has visto nunca y no hemos tenido trato entre nosotros.
- De acuerdo.
Sin nada más que añadir se dieron la vuelta dispuestos a marcharse. Águeda y yo vimos cómo se alejaban. Ella desde un arbusto y yo petrificado por lo que estábamos a punto de hacer.
Tras poner el coche en marcha nos dirigimos hasta la cabina telefónica más cercana que encontramos y llamamos a la policía para dar aviso de que tres contrabandistas habían sido avistados por las calles de Alcanfrán. El único dato que les dimos fue la matrícula y la descripción del vehículo.
De ahí en adelante yo me hospedaba en la casa de Águeda. Día tras día nos íbamos conociendo mejor y cada vez teníamos más confianza. Conseguí dar fin a mi dependencia hacia la droga y a ella le costaba mucho menos expresarse.
Unos días después, nos llamó la atención el título de una noticia en el periódico “Tres contrabandistas son arrestados mientras trasladaban alucinógenos por las calles de Alcanfrán”. No pudimos evitar sonreír y dar las gracias al destino por haber cruzado nuestros caminos.
Lo acabo de leer y me ha gustado mucho :D La cosa es interesante, y lo de la muñeca y las pupilas con un 8 tumbado es raro y siniestro. Muy siniestro xD Pero creo que te precipitas un poco al final, y se queda como no se... un poco como "¿ya? ¡Quería seguir leyendo!". O esa es mi impresión. Es como si quisieras acabar pronto y resolverlo todo enseguida.
ResponderEliminarPero por lo demás mola mucho *-* Me gustó el protagonista, y me hizo gracia lo de que sus papas le dejaron las maletas en la puerta xD
:)) Sí, creo que es verdad lo del final y de hecho, cuando lo escribí quería terminar lo antes posible porque me estaba pasando del margen de longitud y se quedó a medias :/
EliminarPero gracias por la crítica!! :)
Sus papás eran malos malosos
Me imaginaba que sería algo así, por lo del concurso xDD Molaría que lo ampliases :P
ResponderEliminarEran terribles ¬¬
Ya veré si más adelante... :)
EliminarDesde luego, no me gustaría que los míos hicieran eso :O