jueves, 24 de enero de 2013

Naturaleza caprichosa

Se abrían paso en el bosque zarandeando las piernas y agitando los brazos en el aire al ritmo del canturreo de las aves. Alzaban juncos que habían sido afilados para la caza, a pesar de que en aquel momento no les dieran esa utilidad. Toda una tribu de antepasados que convivía en armonía con la naturaleza.
Azhira se separó del grupo al vislumbrar una cría de reno en la frondosidad del bosque. Quería demostrar sus dotes como cazadora y conseguir el reconocimiento de haber acabado con él poniendo en práctica sus propias artimañas. Sin titubear ni un segundo comenzó la persecución de la presa deslizándose sigilosamente entre la espesura de los árboles. Las ojas acariciaban su cuerpo, no había ramas especialmente gruesas, lo cual hacía que le resultara mucho más fácil el seguimiento del animal.
Cuando se encontraba a aproximadamente veinte metros del reno agachó las rodillas a la par que adelantantaba la pierna izquierda y tomó impulso para lanzar su lanza contra él. A pesar de que el recorrido del arma era idóneo el hábil mamífero la esquivó. Azhira suspiró ante su fracaso, algo que no le impidió ver el impacto de la lanza contra una roca. Debido a la fricción una chispa fue la detonante del fuego que rápidamente se expandió entre la hojarasca. Un corro de piedras húmedas impedían que el fuego se dispersara. La joven muchacha permanecía boquiabierta ante algo que nunca había visto y se le antojaba incontrolable. El fuego se tornaba en diferentes colores: amarillo, rojizo y anaranjado. A la vez que adoptaba diversas formas abstractas.
Azhira se levantó y caminó con cautela hasta donde daba lugar aquel espectáculo. Su primer impulso fue acercar la mano a la llama que emanaba calor de forma mágica e instintivamente apartarla de aquella sensación abrasadora. Comprobó que sus dedos permanecían en su entidad y reanudó su intento por descubrir más sobre aquella figura desconocida. Arrojó ramas, insectos muertos y arena, hasta que se dio por vencida y se conformó con ver cómo el fuego devoraba todo lo que se le cruzaba de por medio. Resignada ante su intento de "vencerlo" decidió darle uso y calentarse las manos. Siempre manteniendo una distancia de seguridad, claro.
Cuando parecía que se había acostumbrado al calor embriagador del fuego una gota de agua salpicó su mano acompañada de unas cuantas más. La joven se dio cuenta de que la llama se consumía, cada vez más débil. Escrutó el lugar y arrancó varias ramas que pendían de un árbol, intentando en vano alimentar la llama que minutos antes había tratado que desapareciera.
Finalmente el fuego se desvaneció y en su lugar quedaron las cenizas empapadas. Algo que había sido destruido por unas pocas gotas de agua había resistido el ataque de ramas, piedras y otros cuantos objetos dañinos.





viernes, 21 de diciembre de 2012

Eres quien has creado







 
Pero todo sería diferente 
si tú no estuvieras.

Nadie debería sentirse inútil, todos estamos aquí por algo. Estás donde estás porque tú has llegado, con tu propio esfuerzo. Eres quien has creado.  A pesar de que a veces nos sintamos como una mierda es necesario recordar también muchas otras cosas que nos hacen ser quienes somos. No hay que permitir que nos hagan ver solo lo malo de nosotros mismos.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Tiempos de guerra

Por aquellos tiempos todavía estábamos en guerra contra Alemania. Nuestros frontes no se distanciaban, lo cual hacía que el combate fuera mucho más sangriento. En aquel ambiente sórdido cientos de soldados morían día tras día; unos por los efectos de las bombas de gas (un innovador invento que además de cegarnos nos dificultaba respirar), otros por heridas de bala y los que eran capturados por el enemigo simplemente se rendían mientras eran sometidos a terribles torturas.
El general nos decía que pronto acabaría la guerra y volveríamos a casa con nuestras familias. Un objetivo de lograr al alcance de muy pocos, pues pocos eran los que sobrevivían. Lo único que me mantenía  paciente era aquel hombre al que quería: su nombre era Gabriel. Lo había conocido nada más llegar a la trinchera en la que combatíamos codo con codo junto con otros miles de franceses, de los cuales apenas unos cientos estaban por su propia voluntad.
En mi memoria permanece el nítido recuerdo de cuando Gabriel me instó en que no atacase por el lado norte que daba fin al campo de guerra. Poco tardó en convencerme aquel semblante adusto con el que me miraba. Aquel día murieron decenas de soldados, causa de las detonaciones de las minas contrincantes. En el lado norte. En la guerra nunca hay amigos. Si ellos no hubieran muerto lo habrían hecho otros. Pero él prefirió advertirme tras haber manifestado mi interés de atacar por dicho recorrido.
Pocos eran los gestos afectivos que nos dedicábamos. En un par de ocasiones habíamos compartido un cigarrillo. Pero eso me bastaba, era todo a lo que podría aspirar. Yo veía en su mirada que me quería, al igual que él lo hacía en la mía. Huelga decir que ambos lo ocultábamos. En aquel entonces los hombres como nosotros acababan en la horca después de haber recibido insultos y pedradas de la muchedumbre. Enfermedad lo llamaban, habíamos dejado que el diablo nos controlara y nos hiciese esclavos de sus deseos.
Finalmente llegó el anhelado día en el que dejaríamos de combatir en aquel fronte. Los alemanes estaban rendidos a nuestros pies, sus suministros de armas estaban agotados y la moral de los que perduraban estaba herida de muerte. Acaso fue por eso por lo que fui menos cauteloso, dejándome llevar por la exaltación que me producía saber que pronto abandonaría aquel lugar. A medida que avanzábamos en el campo de batalla los pocos enemigos que quedaban iban cayendo o desistían y se entregaban a nuestro merced. Cada vez estábamos más cerca de nuestro objetivo. Miré a Gabriel que me concedió una sonrisa esperanzadora, cuando vi de refilón cómo un adversario lo encañonaba. Rápidamente me incorporé y disparé justo antes de que una bala se hundiera en mi pecho. Caí en el suelo y noté a Gabriel arrastrándose hasta mí, sujetándome la cabeza y murmurando algo que no fui capaz de entender. Lo último que sentí fue cómo posaba sus labios sobre los míos, así concediéndome un dulce final y arriesgándose a ser descubierto.

sábado, 17 de noviembre de 2012


Prioridades desconcertantes

- Siete, ocho, nueve y... ¡Diez!- Marcos terminó de contar y se dispuso a buscar nuestro escondite.
Caminaba lentamente, tratando de ser sigiloso y pasar inadvertido. Nunca me encontraría.
Lara estaba cubierta por un mantón que distorsionaba su figura y hacía que pareciera un bulto desordenado de mantas. Unos metros a su derecha, apreciaba fácilmente el color verdoso de las zapatillas de Carlos, justo debajo de la oscura mesa de estudio.
Me encontraba bastante incómodo en aquel espacio tan minúsculo. Mis piernas chocaban contra mi pecho e impedían que hiciese ningún movimiento. La chaqueta roja se había ennegrecido por el contacto con el ollín, pues el lugar en el que me escondía era una angosta chimenea.
El momento en el que inhalé aquel aire espeso, una fuerte tos me invadió. Esto hizo que Marcos cambiase de dirección y viniese directamente hacia mí. Me alarmé al intuír que me había descubierto, la tos me había delatado y ahora tendría que ser yo el encargado de encontrar a los demás. Menudo calvario. Aunque tampoco pensaba rendirme a la primera de cambio, más bien me lo tomé como un reto que tenía que superar. Por lo tanto, me levanté como medida desesperada  haciendo que mis pantalones rozaran contra el ladrillo y acabasen rasgados. Sin más dilación comencé a trepar por la cochambrosa chimenea apoyándome en las paredes paralelas y llegando hasta lo alto de ella. Allí, en vez de darme de bruces contra las tejas, vi cómo una mano atada a una refulgente correa correteaba impulsándose en sus dedos, independientemente de no estar unida a un cuerpo.
En el horizonte, cuatro hombres trajeados la perseguían mientras uno de ellos sujetaba una especie de mando. Debido al horror que este aparato debía de causarle, daba la sensación de que la mano había entablado una lucha encarnizada entre sus dedos.
Observé el mismo espectáculo durante una, dos y hasta tres veces. Los personajes cambiaban continuamente; unas veces eran pies y en otras ocasiones, se trataban de diferentes extremidades. Pero todos ellos parecían huir de aquellos hombres a los que temían y del cachivache que los atemorizaba.
Al cabo de un rato, salí del habitáculo en el que continuaba perplejo, boquiabierto tras el espectáculo que daba lugar ante mis ojos. Así pues, pude discernir otra figura parecida a las anteriores que se abría camino allende el monte. Se trataba de un pie que avanzaba dando pequeños saltitos y que, como todos los demás, estaba rodeado por una cadena que como pude concebir, era la que lo hacía moverse.
Así es como comprendí que no tenían vida propia, sino que los habían modificado mediante aquellas tiras de metal para obedecer a cualquier orden que los científicos les obligaban hacer. Porque eso es lo que eran aquellos monstruos; eruditos que se escondían de la sociedad para que aquellos experimentos no quedaran a la luz y por lo tanto, no se viesen sometidos a críticas por parte de aquellos que consideraban inmorales dichas pruebas.
En ese momento, recordando que el juego continuaba unos metros más abajo, pensé estupefacto "Guau ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes semejante escondite?"

domingo, 14 de octubre de 2012

Capítulo 8



Mi madre se llamaba Lea y llevaba más de veinte años trabajando como arqueóloga. Era una mujer corriente, como las demás. No destacaba entre la multitud, por eso fue tan inesperada su desaparición. Se fue sin nada, sin avisar. Por eso me costaba tanto aceptar que ya no estaba y que no iba a estar. Días después de su desaparición la policía encontró un cadáver que parecía ser de mujer entre los escombros de un quemadero. El cuerpo estaba chamuscado, era imposible de identificar, pero como para ellos era lo más cómodo, aseguraron haber comprobado mediante pruebas irrefutables que era ella. Yo sabía que no.
Todo lo que quedó de ella, sobretodo su ropa, fue donada a una organización para desfavorecidos. Yo elegí quedarme con un solo recuerdo de entre todas sus pertenencias, uno que había llevado puesto desde que tenía uso de razón: un colgante de plata con la clave de sol. Desde entonces, siempre lo he llevado encima, sea alrededor del cuello o como pulsera.
Hacía rato que había comenzado a caminar sin un rumbo fijo, explorando allá por donde paseaba. Los pequeños y menudos cangrejos correteaban por las irregulares paredes que sufrían el azote del viento. El mar las castigaba dejando mella en cada rincón por el que pasaba. Media docena de estrellas de mar permanecían hacendadas, impasibles ante el choque del agua contra ellas. Las olas, grandiosas, arrastraban objetos desde el más alejado recoveco.
Un brusco movimiento llamó mi atención y me hizo dar media vuelta. Algo había aterrizado en la orilla. Más bien diría que las olas lo habían arrastrado hasta ella. Me acerqué y sujeté con cuidado aquel objeto que el mar había empapado. Lo escurrí sin mucho esmero y desde una grieta abierta en la parte posterior de lo que parecía ser una cartera, cayó una fotografía. Cuando la observé pude diferenciar dos siluetas: al lado derecho, un hombre pasaba su brazo por encima de los hombros de una joven que se encontraba en la parte derecha de la imagen. Me imaginé una historia de amor exprimida hasta el agotamiento que había sido reducida a aquella fotografía. Era imposible ver los rasgos de aquel muchacho, ya que la foto estaba bastante deteriorada por causa del agua. En cambio, la cara de la mujer permanecía inmune al efecto del roce con la sal. Tenía unos ojos grandes y oscuros, el pelo entre rojizo y anaranjado. Probablemente teñido. Se me hacía muy familiar, tanto que empecé a preguntarme dónde había visto antes a aquella mujer.
-                ¿Nos pretendías abandonar?
Me giré, presa del susto. Estaba tan absorta intentando recordar a la mujer de la foto que mis sentidos no habían notado la presencia de Eloy.
-                Menudo susto me has dado.
-                Perdona, es que llevaba un rato esperando, pero como no te dabas cuenta de que estaba aquí, he tenido que avisarte.- Dijo mientras se acercaba y miraba lo que sostenía entre las manos.- ¿Quiénes son?
-                En realidad no lo sé. Creo que conozco a la chica aunque no la sepa situar. ¿A ti no te recuerda a alguien?
Aguardé unos segundos mientras Eloy trataba de identificarla. Sus ojos entrecerrados pasaron de transmitir la ignorancia a la sorpresa de un momento a otro.
-                ¡Claro que sí! Es una de las pasajeras que viajaba en el autobús. Creo que iba acompañada por su pareja, aunque no estoy totalmente seguro. Seguramente habrían estado dando una vuelta por aquí y tuvo tan mala suerte que su cartera aterrizó en el mar.
-                O...- Dije yo pensando en otra de las innumerables opciones que se me pasaban por la cabeza. Rápidamente me deshice de tan absurda idea y le di la razón.- Nada, nada. Seguramente es lo que crees.
-                ¿O? No me dejes con la intriga. ¿Qué estaba pasando por esa cabecita?
Mi cara reflejaba algo pésimo. Llegando hasta donde habíamos llegado, viendo lo que habíamos visto... ¿Por qué los viajeros del autobús no iban a acabar malparados? Era una opción que no podía desechar.
Eloy pareció notarlo y con los ojos como platos se hizo a la idea de lo que yo le quería decir.
-                ¿Quieres decir que a lo mejor el autobús no llegó a su destino? ¿Que algo les ocurrió en el camino?
-                Sólo hay una forma de averiguarlo y creo que ya sabemos dónde encontrarla.
Efectivamente, me refería al mar. Allí donde habíamos encontrado la cartera. El lugar del que parecía provenir nuestra gran duda.
Entre los dos decidimos que lo mejor sería no avisar a Adán y dejarlo dormir mientras nosotros investigábamos por nuestra parte. Algo egoísta, podréis pensar. Pero imaginando que solo serían simples suposiciones sin base alguna, lo creímos lo más sensato.

sábado, 6 de octubre de 2012


Hoy os dejo un relato que escribí hace un par de años para un concurso literario. Espero que os guste. ¡No os cortéis en comentar y criticar! :)

El sentido de sus ojos

Allí  me  encontraba  yo,  en  un  aterrador  silencio  que  me  ponía  los  pelos  de  punta como  cuando  una  cebra  escapa  de  las  garras  de  un  tigre.  Resulta  irónico,  pues  entonces  el tigre  era  yo.  Me  rodeaba  la  oscuridad  y  un  aire  casi  sólido  que  me  dificultaba  respirar.  Solo  fue  entonces  cuando  fui  consciente  de  la  situación:  yo,  apoyado  en  la  pared  del  salón  de  la  Señora  Mantera  desordenaba  los  cajones  en  busca  de  cualquier  objeto  de  valor:  un  reloj,  una  figurita  china,  o  mejor  aún,  monedas  de  oro.  Os  preguntaréis  qué hacía  yo  robando.  La  verdad  es  que  no  era  típico  de  mí  burlar  la  seguridad  de  la  casa de  una  conocida  y  exitosa  mujer,  que  no  obstante,  vivía  en  la  soledad  rodeada  de montañas  de  dinero.  Pero  me  encontraba  en  un  grave  apuro  que  por  las  noches  no  me  permitía  dormir  y  durante  el  día  me  martirizaba  la  cabeza  a  cada  momento.  Tenía  una deuda  que  iba  más  allá  del  dinero  que  disponía.

Justo  entonces,  me  pareció  apreciar  una  pequeña  figura  que  luchaba  por  verse  en  la noche.  Un  suave  destello  y  supe  lo  que  era.  Una  muñeca  de porcelana,  con  sus  rizos castaños  delicadamente  colocados  sobre  sus  hombros  como  si  fueran  frágiles  trocitos  de cristal.  Vestía  un  largo  vestido  de  época  cuidadosamente  tejido  a  mano.  Al  igual  que  ella, tallada  como  si  el  más  mínimo  rasgo  estuviera  concienzudamente  pensado.  Lo  que  más  me  sorprendió  fueron  sus  ojos  negros  que  provocaban  una  inexplicable  tristeza, los cuales dejaban ver un ocho borroso en cada pupila.  Me  asomé a  la  puerta  para  asegurarme  de  que  todo  marchaba  según  lo  previsto  y  después  de comprobar  que  no  había  nadie,  casi  corrí  al  fondo  de  la  habitación  para  coger  la  muñeca y  escapar  rápidamente  de  aquel  ambiente  tan  siniestro.

Sabía  que  la  venta  de  la  muñeca  no  saldaría  todas  mis  deudas,  pero  había  notado  que en  aquella  casa  colosal,   algo  iba  mal.  Notaba  la  presencia  de  un  ser  extraño  que  lo  más probable  es  que  fuera  fruto  de  mi  imaginación.

Al  cabo  de  un  día  volví  a  la  casa,  rogándole  al  mundo  que  todo  saliera  tan  bien como  la  noche  anterior.  Efectivamente,  todo  transcurrió  de  la  misma  manera; en mi mente, oí  los  mismos  aullidos  ahogados  que  me  decían  que  echara  a  correr  en  aquel  mismo  instante. También  encontré  aproximadamente  sesenta  monedas  de  oro.  Con  todo,  no  era  suficiente, así  que  subí  al  piso  de  arriba  y  algo  hizo  que  mi  corazón  dejara  de  latir  por  unos instantes.  Había  una  luz  encendida.  Concretamente  la  de  la  habitación  de  Mantera.  ¿Qué hacía  a  aquellas  horas  despierta?  Calculaba  que  serían  las  cuatro  de  la  madrugada.  Una suave  y  lenta  respiración  me  confirmó  que  estaba  dormida  y  pude  volver  a  respirar  como si  me  hubiera  quitado  un  gran  peso  de  encima.

Pocos  días  después,  me  acerqué  a  aquella  casa  hechizada.  Pero  aquella  vez,  me  limité  a  observar  desde  el  pico  de  un  árbol  a  través  de  una  ventana  cómo  ella  dormía  y  por qué  dejaba  la  luz  encendida.  Tenía  miedo.  Tenía  miedo  precisamente  de  los  hombres  como  yo,  de  saber  que  cada  día  estaba  más  sola  y  de  comprender  que  eso  nunca cambiaría.  Por  eso,  cada  noche  lloraba  sin  hacer  ruido  como  si  no  quisiera  romper  aquel silencio  que  tanto  horror  le  causaba.

Volví  a  mi  hogar.  No  tenía  casa  y  tampoco  me  hospedaba  en  ningún  hotel.  Vivía  en la  calle  junto  con  esos  tipos  tan  molestos  que  insisten  en  lavarte  el  parabrisas  del  coche  y  luego  te  cobran.  Éramos  los  marginados.  Todos  ellos  tenían  motivos  diferentes  por  los  que vivían  apartados  de  la  sociedad,  y  obviamente,  yo  también.  ¿Sabéis  por  qué  vivía  entre cuatro  cartones?  Simplemente  porque  no  había  sido  el  chico  que  mis  padres  soñaban  tener y  como  no  había  sido  deseado,  a  los  dieciocho,  precisamente  el  día  de  mi  cumpleaños me encontré  las  maletas  en  la  puerta de casa.  Desde  entonces,  no  los he  vuelto  a  ver.

Una  vez  hube  vendido  lo  robado,  me  dirigí  al  lugar  de  reencuentro.  Los  tres  esperaban  mi  llegada.  Estaban  estratégicamente  situados  y  preparados  para  cualquier  amenaza,  como  si  fueran  piezas  de  ajedrez.  Tomás,  el  más  robusto,  vestía  un  traje  blanco  con  corbata  a  rayas,  la  típica  vestimenta  de  los  contrabandistas.

Me  hizo  un  breve  gesto  con  la  mano  para  indicarme  que  me  detuviera.  A  tan  solo  un  metro  de  él,  se  encontraba  Gustavo.  Tenía  unas  facciones  duras  y  unos  pómulos excesivamente  elevados.  Solo  le  miré  a  los  ojos  durante  un  par  de  segundos  (que  se  me hicieron  eternos)  y  me  vi  obligado  a  bajar  la  vista.  Aquella  situación  me  causaba nerviosismo.  El  hombre  al   cual no  conocía  fue  el  primero  en  hablar:
-          ¿Has  traído  la  pasta? –  Era  notablemente  calvo  y   hablaba  con  autoridad  y  seguro de  sí  mismo.
-          Sí. –  Le  entregué  en  una  cartera  todo  lo  que  tenía  aunque  faltaba  pagar  parte  de  la deuda. –  No  está  todo,  pero  lo  conseguiré  en  un  par  de  días.
-          ¡Maldita  sea! – Se  le  adelantó  Tomás  malhumorado. – El  trato  era  que  lo  tuvieras todo  para  hoy  y  sabes  que  no  me  gusta  que  me  hagan  esperar. –  Parecía  que  los ojos  se  le  iban  a  salir  de  las  órbitas  y  daba  la  sensación  de  que  estaba  impaciente.
Yo,  cabizbajo,  sabía  cual  era  el  momento  de  agachar  las  orejas  y  dejar  transcurrir  el tiempo  y  cuándo,  había  que  dar  la  cara  y  ser  consecuente  con  lo  que  pudiera  pasar. Entonces,  lo  más  inteligente  era  callar.

A  continuación  Tomás  se  acercó  unos  pasos  y  me  dijo  en  un  tono  amenazante:
- Más  vale  que  para  el  viernes  a  las  cinco  esté  todo  o  tendré  que  ocuparme  de  ti personalmente.  Has  tenido  suerte  de  que  hoy  tenga  temas  pendientes,  pero  recuérdalo,  la próxima  vez  no  te  librarás  de  mí  tan  fácilmente.
Escupió  a  mis  humildes  zapatos  y  se  dio  la  vuelta  para  dirigirse  a  un  todo  terreno negro  que  se  me  había  pasado  inadvertido.  Subió  al  gran  vehículo  seguido  por  los  dos hombres.  Cuando  el  hombre  calvo  apoyó  el  pie  derecho  en  el  interior  del  coche,  el pantalón  se  le  subió  ligeramente  y  pude  ver  un  tatuaje  que  parecía  ser  el signo de infinito.

En  cuanto  el  coche  se  perdió  en  la  neblina,  eché  a  correr  hacia  algún  rincón resguardado  del  viento  para  entrar  en  calor.  Estando  sentado,  recordé  todo  lo  que  había pasado  aquel  último  mes.

 Había  tenido  complicaciones  a  la  hora  de  encontrar  trabajo  y estaba  hundido  en  una  depresión  que  me  impedía  hacer  vida  normal.  Era  incapaz  de  hacer  algo  provechoso  por mí  mismo  y  a  falta  de  problemas,  no  tenía  a  nadie  a  mi  lado.  No  tenía  familia,  tampoco amigos,  ni  un  hombro  en  el  que  llorar  y  que  me  consolase.  Lo  único  que  tenía  eran ganas  de  volver  a  nacer  en  cualquier  otro  lugar  del  mundo,  así  teniendo  otra  oportunidad para  crecer  y  volverme  a  chocar  contra  la  pared  cuantas  veces  hiciera  falta.  Pero levantarme,  ante  todo,  levantarme.
Los  días  pasaban  y  una  noche  asombrosamente  calurosa,  un  hombre  vestido  con harapos  y  poco  aseado  se  acercó  a  mí  y  me  ofreció  algo.  Droga.  No  sabía  qué  tipo  de droga  era,  ni  las  consecuencias  que  acarrearía,  pero  estaba  lo  suficientemente  mal  como para  aceptarla.  Se  la  arrebaté  de  las  manos  y  me  pidió  algo  a  cambio.  Como  yo  no  tenía  nada,  le  di  mis  zapatos  andrajosos.  En  cuanto  se  marchó  satisfecho  con  lo  obtenido, fumé  para  olvidar.  Desgraciadamente,  esa  sensación  de  pérdida  de  control,  ausencia  y tranquilidad  que  me provocó la sustancia,  no  duró  mucho.  Por  eso,  día  tras  día  buscaba  desesperadamente algo  para  cambiar  por  las  drogas,  lo  que  me  condujo  a  robar.  Hasta  que  cierta  noche, me  ofrecieron  trasladar  cinco  kilos  de  alucinógenos  a  cambio  de  una  considerable  suma  de dinero.  Acepté  enseguida  por  necesidad  y  una  vez  más,  me  encontraba  con  la  soga  al cuello.
El  día  del  traslado,  estaba  con  los  nervios  a  flor  de  piel.  Tenía  que  recorrer  tres quilómetros  en  bicicleta,  los  cuales  estaban  muy  transitados  y  recibían  frecuentes  visitas  por la  policía.  Yo,  con  la  pesada  mochila  avanzaba  lentamente  por  la  orilla  del  río,  intentando no  parecer  sospechoso.  Miraba  de  un  lado  a  otro  para  comprobar  que  estaba  seguro  y no  corría  ningún  tipo  de  peligro.  En  el  peor  de  los  casos,  podía  tirar  toda  la  mercancía al  agua  para  no  sufrir  condena.  Aquel  día  aprendí  una  cosa:  si  algo  puede  salir  mal, pasará.  Porque  aquel  día  perdí  la  droga,  cayó  al  agua  y  desde  entonces  tengo  que  pagar aquella  deuda  que  queda  pendiente.
Como  si  tratara  de  interrumpir  mis  pensamientos,  un  perro  huesudo  y  de  piel blanquecina  se  acercó  a  mí  y  comenzó  a  lamerme  la  cara:
-          ¿Qué  pasa  amiguito,  a  ti  tampoco  te  quiere  nadie?
No  recibí  respuesta  alguna.  Tampoco  la  esperaba.  Aquel  perro  se  convirtió  en  mi  compañero  de  males  durante  lo  que  quedaba  de  día.  Después,  siguió  deambulando  por  las  calles  en  busca  de  comida.  Lo  notaba  cansado  y  además,  no sería  de  extrañar  que  se  estuviera  muriendo  de  hambre.  El  estado  crítico  del  animal  me  hacía  recordar  una  y  otra  vez  mi  situación  lamentable. 
Mientras caminábamos  por  una  de  las  calles  marginales  de  la  ciudad -la  cual  estaba rodeada  de pequeños  negocios-  con  el  fin  de  encontrar  cualquier  deshecho  de  comida,  el  perro  alzó  las  patas  buscando  apoyo  en  mis  piernas   y  comenzó  a olisquear  el  bolsillo  izquierdo  de  la  chaqueta.  En  un  acto  reflejo  lo  golpeé  suavemente  para  que  no  me  ensuciase (más  de  lo  que  ya  estaba)  e  involuntariamente  hice  que algo  que  reposaba  en  el  bolsillo  cayera  al  suelo.  Me  agaché  para  recuperar  aquel  objeto  tan  pintoresco.  No  recordaba  que  hubiera  depositado  nada  dentro  de  mi  bolsillo.  Tras  unos  segundos  de  meditación  pude  comprobar  que  aquel  objeto  negro  era  similar  a  un  botón.  Al  menos  en  lo  que  al  tamaño  se  refería.  Pronto  me  di  cuenta  de  lo  que  era.  Nada  más  y  nada  menos  que  uno   de  los  ojos  de  la  muñeca  que  hace  un  par  de  días  había  robado.  Al  parecer  había  rozado  con  el  bolsillo  y  el  débil  hilo  que  lo  sujetaba  había  cedido  hasta  romperse.  Fue  justo  entonces  cuando  recordé  el  tatuaje  de  aquel  señor  desconocido.  El  signo  del  ojo  era  idéntico  al  tatuaje  del  hombre.  ¿Aquello  era  una  simple  coincidencia  y me  estaba  volviendo  paranoico  o  realmente  había  algún  misterio  detrás  de  aquello?  Esa  misma  noche  lo  descubriría,  pensaba  volver  por  última  vez  a  casa  de  la  señora  Montera.
Aquel  sería  mi  último  acto  delictivo.  Jamás  volvería  a  robar  y  trataría  de  seguir  adelante  por  mí mismo.  Una  noche  más,  en  mi  cabeza  retumbaban  voces  que me incriminaban  y  que  me  impedían  actuar  con  serenidad.  Estaba  atormentado  y  deseaba  despertar  de  aquella  pesadilla  en  cualquier  instante.
Aquella  noche  caminé  decidido  hasta  la  gran  mansión.  Me  colé  por  la  ventana  como había  hecho  los  anteriores  días  y  corrí  hábil  y  silencioso  hasta  el  armario  más  cercano.  En  aquella  posición  comprobé  que  todo  estaba  en  calma  y  me  dispuse  a  abrir  el  cajón  más  alto.  Precisamente  en  aquel  instante  una  luz  cegadora  iluminó  mi  figura  condenándome  a  ser  descubierto.  Delante  de  mí,  cerca  de  la  puerta  que  daba  paso  al  salón  se  encontraba  aquella  mujer  a  la que  había  estado  evitando,  de  la  que  había  huído.  Todo  aquello  que  había hecho  hasta  entonces  había  resultado  en  vano,  porque  me habían  cazado,  cual  tigre  a  una  cebra.
Su  mirada  penetraba  en  mi  mente,  trataba  de  transmitirme  enfado.  Aunque  también transmitía  fuerza  y  soledad.  No  estaba  asustada  y  fue  sorprendente  su  reacción:
-          ¿No  has  tenido  suficiente  con  aquella  muñeca? ¿Todavía  quieres  más? – Dijo con cierto tono de asco.
En  ese momento  estaba  mudo,  era  incapaz  de  hablar.  Ni  siquiera  mi  boca  me  permitía balbucear.  Mi  sistema  nervioso  me  estaba  fallando,  sentía  asco  hacia  mí  mismo  y  me repugnaba  haber  hecho  sufrir  a  aquella  mujer.  Porque  aunque  ella  no  quisiera  darlo  a entender,  yo  comprendí  que  aquella  muñeca  era  más  que  dinero  invertido  en  una  pieza  de  porcelana.  Aquel  objeto  tenía  un  gran  valor  sentimental  y  yo  se  lo  había arrebatado  para  siempre.  No,  para  siempre  no.  Todavía  había  una  solución.
-          Puedo  devolverle  la  muñeca.  La  recuperaré  y  la  deuda  estará  saldada.
-          Quiero  saber  por  qué  la  robaste.
En  aquella  noche  está  resumida  toda  mi  vida.  Pues  confesé  a  dicha  mujer  todos  los  puntos  y  comas  de  ella.  Comprendía  de  lo  que  hablaba  aunque  ella  nunca  había  pasado  por  la  misma  situación.  Escuchaba  mis  anécdotas  sin  interrumpirme  y  aquella  noche  al  fin, encontré  mi  salvación:  vestida  con  una  bata  verdosa  y  zapatillas  de  casa.
Mientras  hablábamos  me  di  cuenta  de  que  su  mirada  era  triste  de  por  sí.  Me  imagino  que  habría  sufrido  mucho  y  que  esos  oscuros  ojos  habrían  derramado  mares  de  lágrimas.  Un  momento.  Aquel  garabato  que  veía  reflejado  en  sus  pupilas  ¿Era  un  ocho  inclinado?  ¿Tal  vez  el  signo  de  infinito?  No  lo  podía  creer.  Aquellos  ojos  me  transmitían  la  misma  sensación  que  cuando  miraba  los  de  la  muñeca  de  porcelana.  La  intriga  me  corroía  por  dentro,  necesitaba  aclarar  las  cosas:
- ¿Por  qué  la  muñeca  y  tú  tenéis  los  mismos  ojos?- Un  momento  de silencio  incómodo.  Ella  no  parecía  estar  dispuesta  a  contármelo.  Todavía  no  habíamos  llegado  a  tener  ese  nivel  de  confianza.  Aun  y  todo  se  arriesgó  a  contarme  su  secreto:
-  Desde  pequeña  me  ha  costado  mucho  expresar  mis  sentimientos.  Mis  familiares  no  sabían  cuándo  estaba  eufórica  o  cuándo  triste.  Por  eso,  uno  de  mis  hermanos,  Ángel,  decidió  moldear  una  muñeca  y  tejerle  un  bonito  vestido  con  sus  propias  manos.  Pensaba  que  si  me  regalaba  algo  que  había  fabricado  él  mismo,  yo  me  daría  cuenta  de  que  me quería  y de  que  no  tenía  motivos  para  ser  tan  distante.                                 
<<  Con  el  tiempo  cogí  mucho  cariño  a  la  muñeca.  Hasta  el  punto  de  llevarla  conmigo  a  todas  partes  y  tratarla  como  a  una  amiga.  Le  contaba  todo  lo  que  sentía,  todo  lo  que  me  pasaba.  A  veces  olvidaba  que  no  podía  escucharme.  Hasta  que  finalmente,  un  día  Ángel  descubrió  que  las  comisuras  de  la  boca  de  Ariel (así  es  como  llamé  a  la  muñeca)  se  curvaban  lentamente.
<<  A  partir  de  entonces  nos  dimos  cuenta  de  que  por  arte  de  magia,  la  muñeca  reflejaba  cada  uno  de  mis  sentimientos.  Aquellos  ojos  lo  transmitían  todo.  Por  eso  me  dolió  tanto  que  robaras  la  muñeca.  Ella  era  lo  único  que  me  hacía  sonreír  cada  vez  que  la  veía.
Entre  los  dos  llegamos  a  un  acuerdo.  Ella,  tras  haberme  escuchado  durante  horas,  me  pidió  que  recuperara  aquella  muñeca.  Así,  ella  pagaría  toda  mi  deuda  con  las  drogas  y  yo  le  contaría  día  tras  día  una  historia  nueva  y  también  mis  progresos  tratando  de  dejar  mi  dependencia  hacia  la  droga.  A  ambos  nos  vendría  muy  bien  que  alguien  nos  hiciera  compañía. 
Poniendo  en  común  todo  lo  que  sabíamos  llegamos  a  una  conclusión.  Aquel  contrabandista  calvo  se  proponía  encontrar  la  muñeca  y  apropiarse  de  ella.  No  nos  llevó mucho  trabajo  descubrirlo,  pues  Montera  había  heredado  mucho  dinero  y  daría  lo  que fuera  por  recuperar  a  Ariel.
Una  vez  resuelto  el  misterio  nos  pusimos  manos  a  la  obra:  con  la  ayuda  de  un dispositivo  que  se  hallaba  dentro  de  la  muñeca  tratamos  de  encontrarla  con  tanta  suerte  que  nadie  se  la  había  llevado  hasta  entonces.  La  cambiamos  por  unas  monedas  de  oro  y cosimos  el  ojo  del  que  se  había  desprendido  de  ella  días  atrás.
Solo  faltaban  tres  minutos  para  dar  comienzo  a  nuestro  plan  y  juntarme  con  Tomás. Era  muy  peligroso,  con  un  mínimo  fallo  todo  el  esfuerzo  habría  sido  en  vano.  Yo esperaba  impaciente  a  que  él  llegara.
Sin  dejarme  más  tiempo  para  pensar,  el  mismo  todoterreno  negro  que  había  visto  hacía  unos  días  aparcó  en  un  llano  verde.  Seguidamente,  tres  hombres  descendieron  de  las pequeñas  escaleras  y  se  acercaron  hasta  donde  yo  me  encontraba.  Cuando  vi  a  Tomás  el corazón  me  dio  un  vuelco.  El  mango  de  una  pistola  asomaba  desde  el  borde  de  su cinturón.  No  me  cupo  duda  de  que  la  usaría  si  la  situación  le  daba  la  oportunidad  de hacerlo.
Con  cierto  aire  de  superioridad  Tomás  susurró:
-          ¿Y  bien?
-          He  conseguido  reunir  todo  lo  que  faltaba,  lo  he  guardado  en  el  coche.  Ahora vuelvo.
Mi  situación  era  desesperada,  tenía  que  hacer  tiempo  mientras  Águeda  (Montera) trasladaba  una  considerable  cantidad  de  droga  -la  cual  no  nos  había  costado  mucho  conseguir-  hasta  el  todoterreno.
Cuando  me  percaté  de  que  ella  ya  había  acabado  con  su  parte  del  plan,  alcancé  el maletín  que  guardaba  en  la  parte  trasera  del  coche  y  me  dirigí  hasta  aquellos  hombres  que  aguardaban  con  impaciencia  mi  llegada.
-          Aquí  está  todo, ya no os debo nada.
Tomás  alzó  el  maletín  para  que  Gustavo  verificara  que  no  faltaba  nada.  Tras  una ojeada  pudo  comprobar  que  estábamos  en  paz  y  se  lo  hizo  saber  a  Tomás  a  través  de un  leve  movimiento  con  la  cabeza.
-          Bien.  A  partir  de  ahora  tú  no  nos  conoces,  no  nos  has  visto  nunca  y  no  hemos tenido  trato  entre  nosotros.
-          De  acuerdo.
Sin  nada  más  que  añadir  se  dieron  la  vuelta  dispuestos  a  marcharse.  Águeda  y  yo vimos  cómo  se  alejaban.  Ella  desde  un  arbusto  y  yo  petrificado  por  lo  que  estábamos a  punto  de  hacer.
Tras  poner  el  coche  en  marcha  nos  dirigimos  hasta  la  cabina  telefónica  más  cercana que  encontramos  y  llamamos  a  la  policía  para  dar  aviso  de  que  tres  contrabandistas  habían  sido  avistados  por  las  calles  de  Alcanfrán.  El  único  dato  que  les  dimos  fue  la matrícula  y  la  descripción  del  vehículo.
De  ahí  en  adelante  yo  me  hospedaba  en  la  casa  de  Águeda.  Día  tras  día  nos  íbamos conociendo  mejor  y  cada  vez  teníamos  más  confianza.  Conseguí  dar  fin  a  mi  dependencia  hacia  la  droga  y  a  ella  le  costaba  mucho  menos  expresarse.
Unos  días  después,  nos  llamó  la  atención  el  título  de  una  noticia  en  el  periódico  “Tres  contrabandistas  son  arrestados  mientras  trasladaban  alucinógenos  por  las  calles de  Alcanfrán”.  No  pudimos  evitar  sonreír  y  dar  las  gracias  al  destino  por  haber  cruzado  nuestros  caminos.

lunes, 1 de octubre de 2012

Capítulo 7


Como si leyera mi pensamiento la mujer se aseguró de que los tres estuviéramos dentro del cuarto, cerrando por segunda vez la puerta con candado. Hasta que no oí sus pisadas descendiendo por las escaleras no empecé a hablar:
-                A ver chicos, ya os lo explicaré más detalladamente en cuanto salgamos de aquí. ¿Os acordáis los dos de Jorge?
Asintieron a la vez moviendo la cabeza arriba y abajo.
-                Bien. Pues estamos en su casa y su mujer y él saben que no somos habitantes de este pueblo. ¿Que qué hacemos? Escapar y correr tan lejos como podamos.
Los dos estaban desconcertados, lo que les acababa de contar había sido como un bofetón y no sabían cómo reaccionar. Así que les tuve que espabilar:
-                Venga, venga. Rapidito que no tenemos tiempo de dormirnos ahora.
-                Joe ¿Y mi ducha?- Adán y su sentido del humor.
Hice caso omiso a su pregunta y en cuanto los dos se levantaron de la cama arranqué las sábanas y empecé a unirlas mediante nudos. Eloy reaccionó bastante bien y no dudó en ayudarme y unirse a mi plan.
Cuando verificamos que las sábanas iban a soportar nuestro peso sin desatarse, las enrollamos al pomo de la puerta y más adelante a la pata de una mesa que parecía ser lo suficientemente pesada como para no moverse.
A continuación lanzamos parte de una sábana por la ventana mientras sostenía la tela restante. Los dos chicos se quedaron atónitos al ver la altura que había desde aquel tercer piso. Sin duda estaban alarmados, por eso, sin más dilación agarré la tela con fuerza enredándomela por las manos y salté.
Una vez pendía en el aire me enredé las sábanas alrededor de mis piernas y rodeando mi cintura a modo de arnés. Los chicos creían que iba a descender hasta abajo, pero no. Era imposible bajar tanto con tan pocos recursos. Por suerte nos encontrábamos en la última planta del edificio y mis intenciones eran las de subir al tejado cogiendo impulso contra la pared.
Así pues, imaginándome la cara de sorpresa de mis dos acompañantes empecé a flexionar las piernas y volver a estirarlas mientras veía que alcanzaba altura. Tanto tiempo practicando el motocross había cambiado mi cuerpo; estaba mucho más musculoso y mis piernas saciaban mi necesidad de ascender en el aire. Repetí la misma acción durante varios intentos de agarrarme a una cañería que sobresalía a lo alto de la ventana.
Los chicos me miraban sorprendidos y cuando llegué a sobrepasar la ventana y a acercarme a la cañería que se encontraba a algo más de un metro hacia la derecha, los dos unieron sus brazos de forma que pudiera impulsarme en ellos y alcanzar aquel saliente.
Agarrándome como podía y dejando a un lado el cansancio que me había supuesto hacer todo aquel esfuerzo alcancé las tejas con la mano que me quedaba libre. Mis piernas en el aire eran un peso muerto, pues Adán y Eloy se encontraban a demasiada distancia como para seguir ayudándome. Aún y así una vez arriba logré incorporarme y rápidamente busqué algo a lo que atar las sábanas para que los dos chicos pudieran escalar por ellas. Fue en vano. Ahí arriba no había nada a lo que sostenerse. Lo único que me quedaba por intentar era dejar la tela enrollada a mi cuerpo y agarrarme lo más fuerte posible a lo alto del tejado que por suerte no era demasiado inclinado.
Una voz sonó desde abajo:
-                Arlaiss ¿Estás bien? ¿Podemos subir ya?- Era Eloy, impaciente por salir de ahí.
-                Sí. Id escalando por las mantas y agarraos a los salientes. Chicos... ¡Tened cuidado!
Dicho esto Eloy comenzó con la huída. A mí me había tocado la parte más costosa, pero a ellos la más peligrosa; no tenían nada que les sujetara en caso de resbalar.
Poco a poco Eloy consiguió llegar hasta mi posición y ocupó mi lugar para que yo descansara.
Cuando Adán nos alcanzó volvimos a lanzar las sábanas hacia abajo para que el matrimonio creyera que no habíamos huido por el tejado. Que sacasen ellos sus propias conclusiones.
Justo al otro lado se encontraban las escaleras de incendios. Anda que ya podían estar por donde habíamos salido, nos habríamos ahorrado un gran esfuerzo.  Los chicos no se habían dado cuenta, pero a mí me gustaba detenerme a mirar a mi alrededor. Es más, cuando las vi me recordaron a las películas americanas.
Descendimos los escalones rápidamente y tratando de ser silenciosos, aunque estos, al ser de metal nos dificultaban bastante la huída.
Estando ya abajo corrimos intentando pasar desapercibidos, pues con la cara de terror que debíamos de tener y las prisas que llevábamos resultaría obvio que nos escapábamos de algo. A pesar de eso no había demasiada gente transitando las calles y finalmente llegamos hasta la costa.
Nos sentamos detrás de una enorme roca y descansamos mientras notábamos cómo nuestras pulsaciones iban bajando a la vez que se nos pasaba el sofoco. Había sido una huída exitosa.
Miré a los chicos tumbados en la arena y me dieron ganas de abrazarlos. Hacíamos un gran equipo:
-                Bueno, por fin llegó la calma.- Dije para entablar conversación.
-                A ver hasta cuando dura.- Contestó Eloy.
Eso es todo lo que pudimos hablar, estaban tan cansados que se tumbaron a dormir.
Aburrida y exhausta por esa extraña situación me alejé de ellos y exploré la zona en silencio. Bueno, mi cabeza hablaba sin parar.