sábado, 24 de noviembre de 2012

Tiempos de guerra

Por aquellos tiempos todavía estábamos en guerra contra Alemania. Nuestros frontes no se distanciaban, lo cual hacía que el combate fuera mucho más sangriento. En aquel ambiente sórdido cientos de soldados morían día tras día; unos por los efectos de las bombas de gas (un innovador invento que además de cegarnos nos dificultaba respirar), otros por heridas de bala y los que eran capturados por el enemigo simplemente se rendían mientras eran sometidos a terribles torturas.
El general nos decía que pronto acabaría la guerra y volveríamos a casa con nuestras familias. Un objetivo de lograr al alcance de muy pocos, pues pocos eran los que sobrevivían. Lo único que me mantenía  paciente era aquel hombre al que quería: su nombre era Gabriel. Lo había conocido nada más llegar a la trinchera en la que combatíamos codo con codo junto con otros miles de franceses, de los cuales apenas unos cientos estaban por su propia voluntad.
En mi memoria permanece el nítido recuerdo de cuando Gabriel me instó en que no atacase por el lado norte que daba fin al campo de guerra. Poco tardó en convencerme aquel semblante adusto con el que me miraba. Aquel día murieron decenas de soldados, causa de las detonaciones de las minas contrincantes. En el lado norte. En la guerra nunca hay amigos. Si ellos no hubieran muerto lo habrían hecho otros. Pero él prefirió advertirme tras haber manifestado mi interés de atacar por dicho recorrido.
Pocos eran los gestos afectivos que nos dedicábamos. En un par de ocasiones habíamos compartido un cigarrillo. Pero eso me bastaba, era todo a lo que podría aspirar. Yo veía en su mirada que me quería, al igual que él lo hacía en la mía. Huelga decir que ambos lo ocultábamos. En aquel entonces los hombres como nosotros acababan en la horca después de haber recibido insultos y pedradas de la muchedumbre. Enfermedad lo llamaban, habíamos dejado que el diablo nos controlara y nos hiciese esclavos de sus deseos.
Finalmente llegó el anhelado día en el que dejaríamos de combatir en aquel fronte. Los alemanes estaban rendidos a nuestros pies, sus suministros de armas estaban agotados y la moral de los que perduraban estaba herida de muerte. Acaso fue por eso por lo que fui menos cauteloso, dejándome llevar por la exaltación que me producía saber que pronto abandonaría aquel lugar. A medida que avanzábamos en el campo de batalla los pocos enemigos que quedaban iban cayendo o desistían y se entregaban a nuestro merced. Cada vez estábamos más cerca de nuestro objetivo. Miré a Gabriel que me concedió una sonrisa esperanzadora, cuando vi de refilón cómo un adversario lo encañonaba. Rápidamente me incorporé y disparé justo antes de que una bala se hundiera en mi pecho. Caí en el suelo y noté a Gabriel arrastrándose hasta mí, sujetándome la cabeza y murmurando algo que no fui capaz de entender. Lo último que sentí fue cómo posaba sus labios sobre los míos, así concediéndome un dulce final y arriesgándose a ser descubierto.

sábado, 17 de noviembre de 2012


Prioridades desconcertantes

- Siete, ocho, nueve y... ¡Diez!- Marcos terminó de contar y se dispuso a buscar nuestro escondite.
Caminaba lentamente, tratando de ser sigiloso y pasar inadvertido. Nunca me encontraría.
Lara estaba cubierta por un mantón que distorsionaba su figura y hacía que pareciera un bulto desordenado de mantas. Unos metros a su derecha, apreciaba fácilmente el color verdoso de las zapatillas de Carlos, justo debajo de la oscura mesa de estudio.
Me encontraba bastante incómodo en aquel espacio tan minúsculo. Mis piernas chocaban contra mi pecho e impedían que hiciese ningún movimiento. La chaqueta roja se había ennegrecido por el contacto con el ollín, pues el lugar en el que me escondía era una angosta chimenea.
El momento en el que inhalé aquel aire espeso, una fuerte tos me invadió. Esto hizo que Marcos cambiase de dirección y viniese directamente hacia mí. Me alarmé al intuír que me había descubierto, la tos me había delatado y ahora tendría que ser yo el encargado de encontrar a los demás. Menudo calvario. Aunque tampoco pensaba rendirme a la primera de cambio, más bien me lo tomé como un reto que tenía que superar. Por lo tanto, me levanté como medida desesperada  haciendo que mis pantalones rozaran contra el ladrillo y acabasen rasgados. Sin más dilación comencé a trepar por la cochambrosa chimenea apoyándome en las paredes paralelas y llegando hasta lo alto de ella. Allí, en vez de darme de bruces contra las tejas, vi cómo una mano atada a una refulgente correa correteaba impulsándose en sus dedos, independientemente de no estar unida a un cuerpo.
En el horizonte, cuatro hombres trajeados la perseguían mientras uno de ellos sujetaba una especie de mando. Debido al horror que este aparato debía de causarle, daba la sensación de que la mano había entablado una lucha encarnizada entre sus dedos.
Observé el mismo espectáculo durante una, dos y hasta tres veces. Los personajes cambiaban continuamente; unas veces eran pies y en otras ocasiones, se trataban de diferentes extremidades. Pero todos ellos parecían huir de aquellos hombres a los que temían y del cachivache que los atemorizaba.
Al cabo de un rato, salí del habitáculo en el que continuaba perplejo, boquiabierto tras el espectáculo que daba lugar ante mis ojos. Así pues, pude discernir otra figura parecida a las anteriores que se abría camino allende el monte. Se trataba de un pie que avanzaba dando pequeños saltitos y que, como todos los demás, estaba rodeado por una cadena que como pude concebir, era la que lo hacía moverse.
Así es como comprendí que no tenían vida propia, sino que los habían modificado mediante aquellas tiras de metal para obedecer a cualquier orden que los científicos les obligaban hacer. Porque eso es lo que eran aquellos monstruos; eruditos que se escondían de la sociedad para que aquellos experimentos no quedaran a la luz y por lo tanto, no se viesen sometidos a críticas por parte de aquellos que consideraban inmorales dichas pruebas.
En ese momento, recordando que el juego continuaba unos metros más abajo, pensé estupefacto "Guau ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes semejante escondite?"